No bardeen. Son un bardo. Dejen de bardear. Barderos. Barderas. Qué bardo es este. Bardearon. No hagan bardo. Están bardeando. Paren de bardear.

Hasta Wikipedia sabe que “en la historia antigua, el bardo era la persona encargada de transmitir las historias, las leyendas, de forma oral y poética, y de cantar la historia de sus pueblos en largos poemas recitativos”. Hacer bardo es hacer historia mediante la poesía y el bardo era y es el transmisor de la identidad.

“No hagan bardo” nos dijo la dictadura, deformando el “bardo” en mala palabra. Una palabra desnaturalizada, que fue vaciada de todo su sentido social y político. Una palabra cambiada de signo, vuelta lo contrario de lo que significaba en realidad. Una palabra, que es un rol, estigmatizada y convertida en estigmatizante. Un bardo ya no es quien contextualiza, o quien “ubica” a los demás en el mapa de la historia, sino aquel desbordado que “se desubica” disruptivamente en cualquier escena y por lo tanto no tiene lugar. Convertido en algo malo, ajeno, pasa a ser un marginal. Homo Sacer. Una cosa objetable. Reprimible. Una voz peligrosa, que incomoda, contamina y se debe anular.

¿Por qué no sabíamos el significado de Bardo? Porque se encargaron de eso. De dar vuelta el lenguaje, de deformarlo hasta volverlo loco, hasta convertirlo en un lenguaje orate, que de antemano ha perdido el juicio, la capacidad oratoria como defensa, es decir la palabra como verdad.

“Revolución Libertadora” fue el nombre que le pusieron al bombardeo sobre la gente en la Plaza de Mayo. Se condenó al exterminio la capacidad “subversiva” de la gente, como si cambiar las cosas no fuese una herramienta evolutiva. Se creó el eufemismo ‘desaparecidos” para quitarle entidad y relativizar la existencia de los muertos, asesinados. Y bajo la misma lógica se llamó “padres del corazón” a los apropiadores de niños y “viejas locas” a quienes salieron a buscarlos.

Parece un chiste irónico, pero es acción psicológica llevada a cabo a través del lenguaje, desde lo primario, con palabras que se vuelven trampas inidentitarias, en las que es imposible reflejarse, o palabras improcedentes, que no se sabe de dónde vienen, de dónde salieron, palabras impuestas, desnaturalizadas, impertinentes.

Es imposible establecer acuerdos cuando las palabras pierden toda lógica. Cuando se niega el lenguaje, no hay más disputa del sentido, no hay convenciones, reglas, ni acuerdos, se acaban las mesas de negociación. No hay confusión, no hay errores, ni desacuerdos, no hay malentendidos, no hay sinsentido: es la perversión del lenguaje, que lo anula como herramienta. Fractura la comunicación e impone un sentido arbitrario a la palabra, como un modo inmediato de dominio y opresión. Hacer bardo es también descubrir el significado del lenguaje y develar a través del lenguaje la historia, el contexto, la realidad. Es expresar la identidad de un pueblo que se narra a sí mismo. Es decir lo que corresponde, en voz alta. Es indagar, reponer, restituir, reivindicar, liberar el verdadero significado de cada palabra, hasta la última letra.

Hacer bardo es hacer hablar a los cuerpos negados, desaparecidos, silenciados, enterrados. Ordenados bajo el imperio ciego de las formas puras, y esto llega al lenguaje jurídico. La teoría pura del Derecho y el avance imparable de la lógica formal en el Derecho (los cursos de argumentación) constituyen los pilares antipoéticos sobre los que se cimienta hoy la vida académica. Pero ese derecho puro, heredero del Círculo de Viena, del que Kelsen fue parte, contrasta con el derecho real. Con el derecho hecho pedazos, roto, informal, pero con mucha memoria, que hace hablar a los cuerpos. Es este derecho precario (y no el magno edificio del “sistema jurídico”) el que se acerca a la poesía. A la palabra poética “incompleta” (criticaría Todorov).

Los jueces “imparciales” del positivismo son incapaces de sentir ninguna emoción que los desvíe del camino correcto. Los formalistas y analíticos no manchan nunca su pureza “imparcial”: la política les parecía y parece algo sucio y ajeno al Derecho. A merced de esta paradoja, se podían dar clases imparciales de derecho constitucional durante el Proceso.

Dice Camus que una cosa es la moral formal, que devora a sus hijos y otra la moral concreta, subjetiva: que sí se emociona. Una cosa es la moral del sistema abstracto, que percibe a la política como una corrupción del pensamiento. Otra cosa es la moral personal de cada uno. La memoria. La voz literaria. La poesía (que es cuerpo, es HIJO) en el Derecho es pensada por muchos como una contaminación del razonamiento puro, se la considera (a la parresía) una corrupción del pensamiento jurídico abstracto, que niega los cuerpos (que hacen bardo con su sola presencia desnuda y “baja”: una teta “subvierte”). Hacer política es hacer bardo. La connotación negativa de esta expresión no es ningún accidente. Es una rémora del genocidio, que también negaba los cuerpos, negando la “poesía”: no los dejaba hablar, los desaparecía si molestaban, si alteraban el orden. Si hablaban.

Hacer bardo es decir que la política no es “puro verso”. Que la memoria (como si fuera malo que fuera, dirían Benjamin y Piglia) no es un mero “relato”.

Se exige al pueblo que no haga bardo, que no hable, que no cause problemas, que no milite, que no se contamine. Que no se involucre. Que no se meta. Que no ponga el cuerpo, ni la palabra (comprometida). Que no rompa el cerco del silencio. Que no haga poesía con su cuerpo subversivo. Que no tenga identidad.

El Derecho parte de este presupuesto sencillo: de que hay cosas que no se dicen. Pero lo que queda de la justicia sin la poesía es un derecho formalizado: un apéndice puro de la burocracia. Un Derecho administrativo. Ningún compromiso concreto con la justicia. Se cumple con las “formas”, pero no se logra nada. Crece por doquier la injusticia. Y el derecho no tiene respuestas. No tiene ya nada para decir. Nos contentamos con la formalidad. Tanto en el Palacio, como en la Academia, se busca el solo cumplimiento de las “formas” jurídicas. Se cumple solo con la “formalidad”. Un derecho vacío de contenido y de ideas, sin emociones, mutilado e incapaz. Un derecho formalizado (analítico y “puro”) que parece ya no tener Palabra.

Los silencios pactados son muchos: no es uno solo. La poesía (y acaso solo ella) sirve para romperlos de a poco. Nombrar lo que incomoda, decir lo que no hay que decir, eso es en definitiva hacer bardo: conmover el silencio. Para hacer justicia. 

Ángela Urondo Raboy es poeta. Guido Leonardo Croxatto es abogado y poeta, director Nacional de la Escuela del Cuerpo de Abogados del Estado-PTN.