22 diciembre 2019

La comunicación en los territorios : experiencias en la construcción colectiva del conocimiento,




9. Identidades restituidas: síntesis de un proyecto naciente
Mariana Baranchuk, Ángela Urondo Raboy y Nora Viater

El artículo presente da cuenta del proyecto de extensión “Identidades restituidas: un aporte para el camino de las buenas prácticas periodísticas”, que se encuentra vigente desde febrero de 2018 y se refiere a la Asociación Abuelas de Plaza de Mayo. En el primer año nos proponemos la elaboración de un libro/manual destinado a los trabajadores de prensa y comunicadores, con el fin de que se interioricen de la complejidad de la restitución y, acorde a ello, comuniquen con responsabilidad, conocimiento y ajustado a derecho. En el segundo año realizaremos talleres dirigidos a trabajadores de prensa, comunicadores y estudiantes de periodismo y comunicación, para difundir este tema y formar cuadros comunicacionales. La Abuelas. Historia de una búsqueda y sus modos de interpelación La Argentina no volvió a ser la misma tras el golpe cívico-militar del 24 de marzo de 1976. Luego de atravesar la implementación del terrorismo de estado; la persecución ideológica; el exilio; el secuestro; la tortura; la desaparición forzada; la existencia de centros clandestinos de desaparición y exterminio, y el robo y la apropiación de niños, ninguna sociedad sale indemne. Esas experiencias dejan huellas profundas en la identidad 190 La comunicación en los territorios individual y en la colectiva: en la de aquellos que sobrevivieron a la vejación directa, en la de los que sobrevivieron al silencio, y también en la de quienes nacieron mucho después del horror. Las políticas activas en torno a memoria, verdad y justicia son reparatorias no solo para los familiares de las víctimas, sino para todos, para poder pensarnos en tanto colectivo. lo que llamamos Memoria (…) opera como imperativo frente a los actos conscientes y obliga a una toma de partido sobre los hechos pasados, en función del presente y del futuro. Ella parte de una premisa individual y colectiva: “el que olvida, repite”. La memoria crece sobre las huellas imborrables de lo vivido. Narración y simbolización en la resignificación del horror, implica su iluminación significante: analizar la sistematicidad de su práctica ilegal y su persistencia en el tiempo, sus causas y efectos (Duhalde, 2011, p. 10). Desde su formación, los organismos de Derechos Humanos de la Argentina han encabezado los reclamos por memoria, verdad y justicia. De todos ellos, la Asociación Abuelas de Plaza de Mayo se destacó por su objetivo específico: la búsqueda de los niños desaparecidos, que hoy consiste en la restitución de su identidad a hombres y mujeres: sus nietos. Al inicio fueron madres solitarias, buscando del modo en que podían hacerlo a sus hijos e hijas secuestrados, y a los hijos e hijas de sus hijos e hijas. Tal como narra la propia Estela de Carlotto, hacia octubre de 1977 “doce mujeres con esa doble lucha se habían encontrado y unido sus manos para inventar estrategias y desterrar lo individual” (Abuelas de Plaza de Mayo, 2007, p. 15). Fue en octubre cuando en la aún no tan tradicional marcha alrededor de la Pirámide una madre 191 Néstor Daniel González y Alfredo Alfonso se apartó y preguntó: “¿Quién está buscando a su nieto o tiene a su hija o nuera embarazada?”, y ahí se formó ese primer grupo de doce personas que dio en llamarse Abuelas Argentinas con Nietitos Desaparecidos. Tiempo después adoptaron oficialmente el nombre con que las designaba la prensa: Abuelas de Plaza de Mayo. A lo largo de más de 40 años de lucha en la búsqueda de los bebés y los niños apropiados por el terrorismo de estado, las Abuelas de Plaza de Mayo produjeron innumerables acciones y campañas. A través de afiches, pancartas y avisos fueron construyendo un lenguaje propio para poder comunicar claramente esta compleja realidad. Las campañas van junto a las distintas etapas de crecimiento de aquellos niños apropiados, hasta llegar a la búsqueda de personas que se han desarrollado y son adultas. Mediante el análisis de las consignas y de los diferentes recursos visuales, expresivos y participativos que fueron incorporando, podemos ver cómo esta búsqueda se ramifica, se expande y se reinventa constantemente, para que el mensaje pueda alcanzar a cada uno de sus destinatarios. Este material da cuenta del paso del tiempo. El tiempo de aquellas personas cuyas identidades fueron falseadas. El tiempo de las Abuelas en el desarrollo de su historia institucional. El devenir de un símbolo de lucha pacífica, reconocido por el mundo entero. El tiempo de maduración democrática que un pueblo necesita atravesar después de una dictadura, para llevar adelante el recorrido que va desde la superación del terror al compromiso de la acción colectiva. En estas imágenes se inscribe la historia de un país. Son un retrato de quienes somos y de quienes queremos ser. Esta es la historia de una lucha inclaudicable, que se ha convertido en una parte de la identidad del pueblo argentino.

 La Asociación tuvo distintas etapas en relación al vínculo con el estado, con la sociedad civil y con los propios niños, jóvenes y adultos que fueron restituyendo su identidad. También el reconocimiento de no estar solas, de poder organizarse, reinventarse frente a la tragedia durante la dictadura, y el apoyo de organismos internacionales a partir de la visita in loco en 1979 de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Ese mismo año, con la ayuda del Comité de Defensa de los Derechos Humanos en el Cono Sur (CLAMOR), se encuentra en Chile a los hermanos Julien Grisonas. Una esperanza, y la certeza de que los niños que buscaban podían estar en cualquier parte del globo. Las pancartas y las banderas hechas a mano son la primera expresión visual de esta búsqueda. Las primeras consignas se refieren a devolver entidad a estos niños desaparecidos, para luego dar lugar a su ausencia y a su búsqueda. La enunciación “niños desaparecidos” no se abre solamente como una voz de denuncia, sino que es una reivindicación de la existencia de aquellos a quienes se está buscando; una respuesta directa al discurso de Videla para nombrar lo innombrable: la desaparición forzada de personas: (“No están ni muertos ni vivos, no tienen entidad”), palabras que atañen también a aquellos bebés y niños secuestrados, desaparecidos con vida por la acción del estado terrorista. A ellos también intentaron despojarlos no solo de su identidad, sino de toda entidad. Ese carácter de inexistentes que la dictadura genocida quiso asignarles a los niños desaparecidos es lo primero a lo que las Abuelas salieron a oponerse. Buscaban hacer visible que existen. Rodeada de fotos, la consigna se convierte entonces en una pregunta abierta: “¿Dónde están los centenares de bebés nacidos en cautiverio?”. Al mencionar “los centenares” se está hablando de la siste- 193 Néstor Daniel González y Alfredo Alfonso maticidad de estas prácticas. Desde la primera palabra -ese “dónde”- nos hacen pensar en un espacio físico concreto, un lugar real y un posible “dónde estarán”, porque a los nietos de estas mujeres se los llevaron; no sabemos dónde se hallan ni qué fue de ellos, pero hay que encontrarlos, porque en alguna parte están. La búsqueda de bebés y niños pequeños es tan dinámica como su ritmo de crecimiento. Los bebés rápidamente dejan los pañales, seguramente van a la escuela y aprenden a leer. Las primeras campañas gráficas los incorporan como protagonistas, en primera persona. Las abuelas les dan la palabra, les devuelven la voz a los niños cautivos para hablarle a la sociedad: “Mi abuela me está buscando. Díganle dónde estoy”. Es el niño desaparecido quien pide que ayuden a encontrarlo. Vemos una imagen que contrapone a un niño llorando en posición fetal y luego a ese mismo niño mirando de frente, con la mirada clara. El fantasma de un árbol/cactus aparece como un monstruo, las ramas secas con espinas en el suelo crean un ámbito entre frío, despojado y sórdido. Un lugar impersonal, ajeno a todo. En las sentencias al pie se empieza a introducir el significado de la restitución de identidad. “Restitución es regreso a la vida” es el mensaje que ofrece un primer marco teórico para esa sociedad a la que se invita a participar de la búsqueda, así como también para los funcionarios del poder judicial donde se abrían los primeros debates en democracia sobre esta cuestión. Al principio solo se contaba con frágiles herramientas para poder demostrar el vínculo entre las abuelas y los niños robados. Al inicio de la década del 80 empieza a haber un reconocimiento por parte de la comunidad internacional, del genocidio perpetrado en la Argentina. La inquietud ante el conocimiento de la existencia de estos niños, nacidos en cautiverio y apropiados, abrió nuevos caminos y motorizó al mundo científico, pulsando un adelanto fundamental que tuvo como motor esta búsqueda. Los genetistas se enfrentaron al desafío de demostrar, a través de la sangre de los abuelos, el llamado “índice de abuelidad”, que permite reconstruir el mapa genético de las familias de los desaparecidos y constatar, a pesar de las ausencias, sus lazos genéticos sin margen de error. Con el hallazgo del “índice de abuelidad”, las Abuelas decidieron que los análisis genéticos debían llevarse a cabo en centros oficiales. Si el estado había permitido las desapariciones, debía asumir la responsabilidad de demostrar la identidad de sus nietos. “El lugar elegido entonces fue el Servicio de Inmunología del Hospital Durand” (Abuelas de Plaza de Mayo, 2007, p. 50). La institución de las Abuelas crece y comienza a trabajar en forma interdisciplinaria: se suman abogados, médicos genetistas, psicólogos, antropólogos. Una vez vuelto el estado de derecho y en los primeros meses del gobierno de Raúl Alfonsín, previendo que la búsqueda seguiría recayendo en sus espaldas, el 9 de septiembre de 1983 las Abuelas de Plaza de Mayo se constituyen en asociación civil. Los primeros años de la democracia las desilusionan: creían que el estado les retornaría a sus nietos, pero eso no fue así. A las leyes de Punto Final y Obediencia Debida se sumarán años después los indultos. Las Abuelas no claudican: siguen la búsqueda y se producen nuevas restituciones. En 1984 habían resuelto veinticinco casos. La identidad no se impone. Ni se borra, ni se anula. Las huellas identitarias lastimadas, envueltas con vendajes sucios, manchados y sujetados con alambre. Reminiscencias de ele- 195 Néstor Daniel González y Alfredo Alfonso mentos de tortura. La identidad encapuchada. Amarra y tabique. Aunque no hay color, se perciben heridas sangrantes. El protagonista es un ser doliente y la sangre está presente, en todo su valor simbólico. La sangre que pulsa y siempre vuelve. La sangre que permanece latente y llama. La sangre que no abandona, que no se va. La sangre con su propio contenido, con su verdad. La sangre con su ADN capaz de determinar quién es quién biológicamente, con la exactitud científica del índice de abuelidad. En otro nivel de lectura, están las manos manchadas con sangre de los apropiadores y los partícipes de las cadenas de apropiación. Y también parece una lejana resignificación del “pianito”, mecanismo con que las fuerzas represivas fichaban a los prisioneros, puesto que la misma huella es capaz de develar la verdadera identidad de una persona apropiada. A través de su larga historia, las Abuelas han sabido interpelar con sabiduría a la sociedad, al estado, a la justicia, al mundo entero y a cada uno en particular, sobre su postura ante el derecho efectivo a la identidad. Un derecho ineludible, tanto para la persona cuya identidad es apropiada como para sus familiares. El derecho a la identidad va incluso más allá, y explica que el derecho de saber quién es quién es también un derecho de los demás, es decir de todo el pueblo, de la humanidad. Hacia fines de 1996 y principios de 1997 tiene lugar un giro en la forma de comunicación de las Abuelas: se dan cuenta de que ya no se buscan niños sino jóvenes, y que estos podían colaborar con su propia búsqueda. Se apela a los propios jóvenes: “se trataba de generar 196 La comunicación en los territorios espacios de reflexión y de difusión a través de los cuales los chicos con dudas sobre su identidad pudiesen acercarse” (Abuelas de Plaza de Mayo, 2007, p. 119). Así comienzan a hacer difusión en festivales de rock y muestras artísticas, y a vincularse con universidades en diversos proyectos. Las consignas a través del tiempo van desde “Tu abuela te busca” a “Entre todos te estamos buscando”, para luego incorporar la pregunta fundamental: “¿Quién soy?”, que apunta directamente a la inquietud sobre la subjetividad de la persona apropiada, que ya es adulta. Buscate, desapropiate, parece entonces ser la consigna: “Si tenés dudas sobre tu identidad…”, “Resolvé tu identidad ahora”, “No te quedes con la duda”. A veces incluso sin palabras, como en la recordada campaña audiovisual de los aplausos, donde se evoca el saber popular que se aplica cuando se pierde un niño en la playa. A partir de 2003, con la asunción de los derechos humanos como política de estado, se multiplican las presentaciones espontáneas. Hoy los jóvenes a los que aún resta restituirles la identidad no son tan jóvenes, están por llegar a los 40 años o ya los pasaron. Tienen hijos, una nueva generación que lleva un apellido que no le pertenece, que desconoce su verdadera filiación; una condición de indefensión que permanece en el tiempo y se reproduce. En estos afiches y en el resto del material visual se inscribe una parte significativa de la historia de un país al que le han robado más de quinientos niños. Un país donde el genocidio ha dejado consecuencias irreparables y a la vez, ha dejado tanto para reparar.


El rol del periodismo

En la actualidad la situación de retroceso en términos de políticas de estado en torno a los derechos humanos se hace evidente. El estado, nuevamente, no es un aliado, razón mayor para que desde las universidades públicas redoblemos nuestro compromiso con los organismos. Las restituciones de la identidad de adultos son de una dimensión diferente de la de los niños, y esos jovencitos que se preguntaban quiénes eran. Cómo nombrarlos, cómo respetarlos, cómo colaborar en su descubrimiento de la verdad y en el procesamiento de esa nueva y desconocida realidad. En ese marco los medios de comunicación de todo tipo (comerciales, públicos y sin fines de lucro) cumplen un rol trascendente, dada su capacidad, en las sociedades actuales, de construir sentido común y conformar la agenda de cuestiones que se deben tratar. Cuando aparece la noticia del hallazgo de un hijo o de una hija de detenidos desaparecidos, el verbo que se utiliza es “apareció”. Nosotros también lo (mal) usamos: “Apareció la/el 128”. No aparece de casualidad o por estar perdido en un bosque. Es, ahora un adulto buscado; el resultado de un trabajo de años en el que cada dato aportó algo -o no- para restituir la identidad de un secuestrado cuando era bebé o un niño nacido en un campo de concentración, y fue apropiado en un plan sistemático. La identidad no “aparece” por arte de magia. Hay situaciones provocadas por la prensa que son operaciones políticas tendientes a desprestigiar el accionar de los organismos en general y de Abuelas en particular; sobre esas cuestiones nada podemos aportar, excepto señalarlas. 198 La comunicación en los territorios Este proyecto se ocupa de aquellas situaciones donde no se trata de una acción deliberada, sino de malas prácticas debidas al desconocimiento, patrones de comportamiento internalizados, falta de precisión, etcétera. Las conferencias de prensa, siempre convocadas por Abuelas de Plaza de Mayo, en las que se pide expresamente reserva para preservar la identidad del/la restituido/a -un pedido que pocas veces es respetado-, terminan convirtiéndose en pequeños “circos” de cámaras y cronistas que preguntan mal, poco y desconsideradamente. Si hay un familiar presente -en general hay un retrato de los padres detenidos-desaparecidos- se trate de una abuela, un hermano o un primo, la pregunta es “¿Cómo te sentís?” o “¿Estás contento?”; una duda que no solo es absurda sino que además nunca será respondida del todo. La pregunta para los periodistas debería ser “cómo dar presencia a lo que no es del orden de la representación” (Nancy, 2006, p. 32). Lo que aparece en su lugar, en el lugar de la pregunta o hasta del silencio, es la urgencia por la primicia y por el morbo: no importa quién es esa persona; importa su nombre, aunque este tampoco diga nada. El resultado es que la restitución es, si cabe, aún más traumática. Tampoco -creemos- son de mucha utilidad los relatos edulcorados, del estilo “Hablamos como si nos conociéramos de siempre”, “Quiso saber todo sobre sus padres”, “Fue un abrazo interminable”, porque quedan, de alguna manera, en el mismo registro con el que se daban estas noticias hasta hace poco tiempo, como “padres del corazón” o “adopción irregular”. En el apuro por cerrar una nota o subirla a la web antes que ningún otro medio, los periodistas y sus editores suelen echar mano a lo establecido, a la corrección, al lugar común. ¿Ese cronista estuvo allí, con esa familia? Y después de ese primer encuentro o llamado, ¿qué pasa? ¿Por qué no se siguen ni se actualizan los procesos de restitución? Porque todos queremos quedarnos con el final feliz. El hijo/a es igual al padre/madre desaparecido/a. En 1985, el diario La voz (1982-1985) efectuó una cobertura que se diferenció ampliamente de la de otros medios, en el caso de la restitución de Carla Rutila Artés. Mientras La Nación publicaba la noticia en la sección “Policía/Tribunales”, La Voz le daba la palabra a la abuela Artés, quien dice, ya en ese año, que “hay que contrarrestar a quienes proponen un manto de olvido o un punto final en el tema de las violaciones a los derechos humanos”. Y en un recuadro, este diario expresa: El caso de los niños secuestrados o nacidos en cautiverio, mantenidos como rehenes y distribuidos como botín de guerra, es uno de los capítulos del genocidio que no podrá ser cerrado hasta que no haya una verdadera y efectiva Justicia. El 27 de agosto de 1985 La Voz publica una columna de Vicente Zito Lema, que escribe sobre “el encuentro con la verdad” y cuestiona a quienes dicen que “así se desprestigia a quienes han sido vistos durante años como sus padres”. Critica severamente a los que piden por “los chicos por encima de todo”. Dice Zito Lema que “es obvia la complicidad con los represores, que esconde una argumentación falaz”. Es en el sentido de los ejemplos expuestos que apelamos a la responsabilidad de periodistas y comunicadores populares: Los desafíos que afrontan cotidianamente los diferentes actores de la comunicación (…) para trabajar bajo la perspectiva de los derechos humanos, llevan a una dinámica de reflexión y debate permanentes en función de la modificación y mejora de sus prácticas profesionales (Defensoría del Público, 2016a, p. 3). 200 La comunicación en los territorios Los códigos de ética para la autorregulación, las guías para el tratamiento mediático de diferentes situaciones son un antecedente insoslayable de “Identidades restituidas: un aporte para el camino de las buenas prácticas periodísticas”. Nuestro aporte a la causa de Abuelas Los primeros meses del proyecto los dedicamos a analizar las coberturas periodísticas de diversos casos de Abuelas. Allí señalábamos lo que considerábamos errores, ausencias y aquellos ejes que concernían a la construcción de la noticia. A partir de este primer relevamiento establecimos ciertos nudos problemáticos y conceptualizaciones teóricas que nos parecía necesario abordar, y que luego quedarían sintetizados en el título El rol del periodismo en la restitución de identidades. Pretendemos un libro que constituya un aporte al conocimiento específico sobre la problemática de la restitución de la identidad y que, simultáneamente, nos interpele -en tanto comunicadores y trabajadores de prensa- en nuestras propias prácticas comunicacionales: ¿lo que tenemos para decir proviene de una investigación propia o es una imitación de lo ya dicho en otros medios? ¿Es relevante para las vidas de las y los ciudadanos, o es simplemente cáscara vacía? ¿Lo que tenemos para decir respeta la dignidad y los derechos de los familiares y sus víctimas, o es funcional a los intereses de poderosos y victimarios? ¿En qué contexto lo decimos? ¿Cuáles son nuestras fuentes de información? ¿Qué, quién, cuándo, dónde, cómo y por qué? Repensar todo en el momento de la elaboración y narración de un hecho como noticia (Barrientos e Isaía, 2017). 201 Néstor Daniel González y Alfredo Alfonso El primer capítulo de nuestro manual, “Entender el delito para saber nombrarlo”, aborda la cuestión del robo de bebés, analiza en lo que significa la verdad como constructora de identidad, explicita el significado de la lucha de Abuelas y lo que significa la restitución, e indaga sobre el sentido y la significación social del legado de la Asociación Abuelas de Plaza de Mayo. En segundo lugar aparece “Abuelas: comunicar e interpelar”; allí se analizan diversas estrategias comunicacionales -específicamente respecto a la comunicación visual- que Abuelas fue adoptando en cada época, sus maneras de interpelar y los sujetos a quienes interpela. A partir del tercer capítulo nos centramos en las acciones y las omisiones del periodismo, dando cuenta de diversas aristas. Encabeza este recorrido “El periodismo: el ejercicio de la construcción de la noticia”; este capítulo vuelve sobre temáticas que son comunes a los ámbitos universitarios pero que muchas veces se diluyen en las lógicas propias de las redacciones: qué es la noticia, qué implica la política editorial para los trabajadores de prensa, cuál es el peso de las secciones que priorizan, qué ocultan y cómo eso ha funcionado a la hora de dar cuenta de las restituciones por parte de Abuelas. Al cuarto capítulo lo hemos denominado “¿Primicia (mercancía) mata ética?”. Aquí ponemos en relieve las implicaciones éticas y las afectaciones al derecho a la intimidad y a la preservación de la investigación judicial, entre otras situaciones. En una línea paralela, en quinto lugar ofrecemos “Si no tienen información, escriban poesía”, un entramado que cruza coberturas, rutinas periodísticas y malas prácticas en la materia.

En el sexto capítulo consultamos a especialistas en el tema para explicitar “Cómo la información inoportuna puede afectar un proceso judicial”; a través de entrevistas armamos este espacio para que aquellos que hacen la noticia sepan cuándo es mejor callar. Otra gran incógnita que nos planteamos es cómo abordar lo que sucede en las redes; nos preguntamos, incluso, si eran materia de abordaje para los comunicadores, si era posible pensar en cierta responsabilidad social en el uso de las redes. Con esos interrogantes nació el capítulo séptimo “Las restituciones en las redes (¿sociales o de comunicación?)”, una indagatoria con final abierto. Las tres últimas secciones tienen un matiz propositivo, puesto que en ellas analizamos la trascendencia del tema que se ha de comunicar. Ya se hizo un análisis crítico de lo que se hace; lo que resta son propuestas sobre cómo abordar esta temática. En el octavo capítulo, “Restitución y después: aquello sobre lo que no se escribe aún”, damos cuenta de que la restitución no termina con la conferencia de prensa; es un proceso larguísimo no solo en términos psicológicos sino también materiales y concretos. Hoy un ser humano que es restituido tiene alrededor de 40 años. No solo se tratará de un nuevo documento; hay que sumarle posibles documentos de sus hijos, contratación laboral, aportes, escritura o contrato de alquiler; en fin, una multiplicidad de trámites y obligaciones en donde el estado no acompaña, el periodismo ignora y la sociedad calla. No hemos hallado ni una sola nota periodística que interpele al estado preguntando cómo es que en treinta y cinco años no se ha podido instrumentar algún tipo de acompañamiento para estos temas. Bastante complejo es el camino de la propia desapropiación como para que algunas cuestiones burocráticas, pero que conciernen a las huellas sociales de nuestra identidad, no sean facilitadas. 203 Néstor Daniel González y Alfredo Alfonso En el noveno y último capítulo proponemos un camino que es un posicionamiento: “Hacia una comunicación empática”. ¿Cómo abordar comunicacionalmente los casos de Abuelas? ¿Desde qué lugar? Cómo informar respetando, sin invadir en pos de la primicia -cuanto más desgarradora, mejor- y simultáneamente sin mimetizarnos, sin confundirnos con el otro, dado que la experiencia es intransferible. Por último, y a modo de epílogo, presentamos “Recomendaciones para las buenas prácticas comunicacionales”, un compendio de sugerencias que también funcionará como separata al momento de realizar los encuentros previstos, dado que los talleres dirigidos a trabajadores de prensa, comunicadores populares y estudiantes de comunicación están planeados para el segundo año de este proyecto en cierne. Tanto la elaboración del libro/manual como su difusión y su aprehensión por parte de los comunicadores son los pilares del trabajo que nos proponemos. Como integrantes de la comunidad de la Universidad Nacional de Quilmes y de distintos espacios de nuestra sociedad, creemos que este será un aporte a las buenas prácticas periodísticas que es necesario hacer por las Abuelas, por los que aún falta que sean restituidos a la verdad, por el derecho de toda la ciudadanía a vivir y construir una sociedad que conozca su pasado, que habite un presente sin falsedades y pueda elegir su futuro. Entendiendo que no se restituye solamente la identidad de cada uno de los nietos; se restituye la identidad de todo un pueblo que ha perdido una parte enorme de sus miembros. Se recompone el entramado social, el cuerpo colectivo. Todo aquello que el genocidio quiso borrar. 204 BIBLIOGRAFÍA Abuelas de Plaza de Mayo (2007). La historia de Abuelas. 30 años de búsquedas. Buenos Aires: Ministerio de Relaciones Exteriores de Italia. Archivo Nacional de la Memoria. ----------------------------------- (2008). Las Abuelas y la genética. El aporte de la ciencia en la búsqueda de los chicos desaparecidos. Buenos Aires: Abuelas de Plaza de Mayo. ------------------------------------ (2011). 76.11 afiches. Momentos que hicieron historia. Buenos Aires: Jefatura de Gabinete de Ministros. ------------------------------------- (2015). Niños desaparecidos, jóvenes localizados (1975-2015). Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes. Barrientos, M. e Isaía, W. (2017). Si no tienen qué poner, pasen música. Buenos Aires: diario Página 12, 26 de octubre. Daleo, G. (2012). Acá se juzga a genocidas. Buenos Aires: facultades de Filosofía y Letras y de Ciencias Sociales, UBA. Defensoría del Público (2016a). Ideas y orientación para la elaboración de un código de ética. Buenos Aires: Defensoría del Público. ------------- (2016b). Guía para el tratamiento mediático responsable de la Violencia Institucional. Buenos Aires: Defensoría del Público. ------------- (2016c). Guía para el tratamiento mediático responsable de casos de violencia contra las mujeres. Buenos Aires: Defensoría del Público. Duhalde, E. (2011). Archivo Nacional de la Memoria. Buenos Aires: Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. Presidencia de la Nación. Nancy, J. (2006). La representación prohibida. Buenos Aires: Amorrortu.


https://ridaa.unq.edu.ar/bitstream/handle/20.500.11807/1654/Comunicaci%F3nTerritorios.pdf?sequence=1&isAllowed=y

20 octubre 2019

Yo milito por el aborto legal


#YoMilitoPorElAbortoLegal compila los testimonios de grandes compañeras que le pusieron el cuerpo y el corazón a la lucha por la interrupción voluntaria del embarazo.




La soberanía de  las mujeres 



Era casi la nochecita cuando llamaron de la clínica. Había estado ahí por la mañana para una extracción de sangre y querían persuadirme de volver al día siguiente para repetir el procedimiento. Había pasado algo con las muestras. Algo. Qué puede ser algo. Un error, un tropiezo. Vaya a saber. La voz firme insistía, sin explicar nada ni decir por qué. 

Esa noche pensé lo peor. Lo que por aquel entonces alcanzaba a imaginar como lo peor que me podía pasar. Repetir el análisis sólo podía significar una cosa en mi cabeza adolescente. Era la escena tantas veces anticipada y temida. En algún punto ya lo sabía. No había tenido cuidado. Sabía todo, tenía información. Pero no, en la práctica las cosas eran distintas. Nadie iba a decir: Pará, pará, antes de metérmela, utilicemos algún método anticonceptivo. No. Garchar era justamente lo contrario: no parar, galopar a lo loco, dejarse tragar por el éxtasis vital. 

Tenía experiencia, recursos adquiridos. Había debutado al terminar la primaria y a los 17 ya sentía que era grande. No me vas a acabar adentro había aprendido a decir hacia el final, como un conjuro. Aunque nunca estaba segura en realidad. Me faltaba apenas medio año para ser mayor de edad. Creía que eso significaba algo, como una meta de inicio. Esperaba un cambio rotundo, ser reconocida de algún modo. Poder tomar decisiones era algo parecido a poder hacer lo que quisiera, aunque no supiera qué quería. Ser adulta debía ser parecido a la libertad, imaginaba. Algo por descubrir. Pero el llamado telefónico decía que algo había pasado y a la mañana siguiente había que volver a ese lugar horrible. Iba a dormir mal. Odiaba las instituciones. Odiaba sacarme sangre. Odiaba la sala de espera. Odiaba madrugar. 


A la noche soñé con un sillón de capitoné con almohadones rosados y mis padres sentados ahí, vestidos de fiesta, sonrientes, maquillados como en el teatro, divertidos como nunca. Yo no estaba de fiesta. Llegaba de la calle portadora de una mala noticia, con un sacón grueso y algo húmedo guardado en los bolsillos. Mis padres sostenían una bandeja en las manos y me daban de comer sin parar, me llenaban la boca, no me dejaban hablar. Quería decirles algo importante que estaba por pasar, pero me iba olvidando a medida que me atragantaba y la gelatina de los bolsillos empezaba a crecer y derramarse por el sillón. En ese momento bajando la mirada ví el sacón pesado y abierto, con mi cuerpo desnudo debajo y al descubierto, una panza gigante, redonda como el mundo. Al principio no creía que fuese mía. Mis padres celebraban, me llenaban de comida. La panza inmediatamente crecía, y ellos seguían de festejo mientras mis bolsillos seguían drenando y los almohadones rosados quedaban todos sucios y empapados.


Al despertar pensé en ellos, en la familia del portarretratos y en la alegría que estaba a punto de destruir. Camino a la clínica la cabeza se anticipaba y no dejaba de buscar la forma de explicar lo que estaba ocurriendo. No sabía qué ni cómo, pero iba a tener que afrontarlo.

Al llegar me preguntaron si nadie venía a acompañarme. Yo estaba sola por propia decisión, ya era grande, no necesitaba a nadie. Me hicieron esperar un rato y luego me obligaron a llamar. Llamé a mi novio. Ese novio que tenía en ese momento. Uno. No recuerdo qué le dije. Ni se cuánto tiempo pasó, todo fue lento. Solo me acuerdo de los azulejos que cubrían las paredes del piso al techo en la pequeña habitación sin ventanas en la que estaba el escritorio con el teléfono.

Durante la espera pensé en Linda, una compañera que había tenido un bebé dos años antes y ya no iba a la escuela, ni a recitales, ni a bailar. A su novio lo seguía viendo en todas partes, pero ella no había salido más. No quería eso. También tenía presente a mi amiga Andrea que ya se había hecho dos abortos. El último, un desastre, pocos meses atrás. 


Cerré los ojos. Estaba tan cansada. Odiaba ese lugar. El encierro, los azulejos blancos, la soledad. Imaginé una sala de partos. El llanto. La piel del bebé en las mantillas. El miedo. El peso de esa criatura por la vida. 

No tenía muchas posibilidades. Me preguntaba cuál sería el camino a tomar. Mi madre siempre decía que había que hacerse responsable de las acciones, pero yo no sabía de qué me hablaba. Solo podía pensar en escapar de un encierro que no podía ver ni tocar.

Le dolía la panza a Andrea. Su novio consiguió la plata y la llevó al lugar, pero cuando terminaron la trajo a mi casa, que era la de mis padres, para que descansara. Dormimos juntas esos días. Temblaba y se quejaba, repetía que nunca iba a olvidar ese momento, pero yo sabía que lo olvidaría, porque la conocía: nunca se cuidaba, ni se cuidaría. Un año después estábamos en la misma, pero sin novio que juntara plata o la llevara. Hicimos una vaca. Esta vez tuvo fiebre alta. Se retorcía el cuerpo frío, transpiraba. Nos asustamos, tuvimos que decirle a mi vieja, y ella llamó al médico y a la mamá de Andrea. Estuvo grave, la sacó barata. No tuvo consecuencias, creo solo que le dolía mucho cuando menstruaba. 


Yo no quería ser ninguna de ellas, no quería pasar por nada de eso. Mi cuerpo quería salir corriendo. No quería estar ahí. No quería verle la cara a los médicos. No quería escuchar, ni arrepentirme. No quería saber. Solo salir de ahí y cogerme con toda la furia al primero que se me cruzara, al segundo y al tercero también, liberarme de la angustia, quitármela del cuerpo, salir y no volver atrás, sacudir la cabeza hasta olvidar ese lugar, el aturdimiento, esta realidad. El tiempo detenido. Clavado. Sin poder pensar el futuro. Con el pasado acumulado. El cuerpo pesado. Las palmas de mis manos. La madera del escritorio veteado. 


-¿Tuviste relaciones sin cuidado?

-Sí, claro.


Entonces todas las palabras vinieron en caída. El médico explicaba algo de la sangre, de los fluidos en contacto, de algo infectado. Decía cosas que no tenían nada que ver con un embarazo, y yo no lo podía entender, no lo podía escuchar, no era el asunto. Lo peor ya no era lo peor, y yo no estaba preparada. Nunca más nada fue lo peor, y súbitamente, sin perspectiva, ya nada era tan malo tampoco. Era enorme la sorpresa. No recuerdo haber llorado, no hice preguntas, no dije una sola palabra. Estaba helada, pero igual el señor de guardapolvo me pedía que no me angustiara. Decía que de esto no se sabía mucho pero se estaba investigando. Que mi expectativa de vida era alta, que con el virus podía llegar a vivir unos 10 o 15 años, que guardara esperanzas. Mientras, su cara decía todo el tiempo lo contrario. Era un velorio. Me estaba desahuciando, con preocupación quizás, pero a la distancia, sin piedad ni pena, desinfectados. Hice cuentas rápidas: no iba a llegar a los 40. La voz insistía repitente que no podía volver a tener relaciones sexuales sin protección y con especial énfasis, que bajo ningún concepto debía pensar en tener hijos. Fue una sentencia. Una trompada. La maternidad quedó entonces en otra parte, ajena, negada.

La calle bombardeada. En la sangre una batalla de fuerzas desiguales. Llorar en la ducha. Caminar en silencio. Mis ojos en el espejo. Escapar de lo establecido. Revisar hacia adentro, cada rincón. Buscar al enemigo, conocer al invasor. Reconocerme. Cercarlo sin perderlo de vista. No dejarlo avanzar jamás. Aprender a cuidarnos. Nutrir mis fuerzas. Reírme de las condenas a muerte. Hacer lo imposible. Ganar.


Pasaron décadas y la memoria de aquel momento permanece en una zona incierta, como el realismo creíble y mágico de la ciencia ficción. Los antiguos discursos médicos fueron quedando caducos a medida que el VIH se fue convirtiendo en una enfermedad crónica que, con tratamientos de avanzada y calidad de vida puede dejar atrás su estigma mortal. 


En la actualidad estudios científicos globales como el Partner, reconocido por la Organización Mundial de la Salud, determinan que los riesgos de transmisión del VIH de un virus indetectable son nulos, porque un virus indetectable es intransmisible. Esto quiere decir que parejas cero discordantes, con adherencia y respuesta al tratamiento, pueden tener relaciones sexuales sin riesgo de transmisión. Mujeres infectadas pueden dar a luz niños sin el virus.. 


Pero ¿qué
tiene que ver esto con el derecho al aborto? Para mi van de la mano. El sueño de la gelatina, los abortos de Andrea, el bebé de Linda. 

A la misma edad que una piba sin querer se embaraza, otra adquiere por transmisión sexual una enfermedad que, sin cuidados, puede ser mortal. La ruleta es la misma. La acción es la misma. La vulnerabilidad es la misma.
Las mujeres seguimos en riesgo como objeto de prácticas sexuales y socioculturales funcionales al machismo. Los mandatos siguen traccionando nuestros cuerpos.

No se trata de tener o no tener hijos, de contraer o prevenir enfermedades: hablamos de autonomía para las mujeres. Y para lograr soberanía sobre nosotras mismas, para ejercer ciudadanía, hace falta un Estado que acompañe y respete el deseo femenino. Lo que está en debate es el derecho al goce igualitario, para que podamos hacer usufructo de la libertad que representa explorar la sexualidad sin limitaciones ni castigos, sin consecuencias desiguales. Y para esto es necesario el acceso universal a la salud pública y a la educación sexual, porque no hay libertades sin responsabilidades.

Debatir, propulsar, constituir una ley de aborto es romper tabúes, nombrar lo silenciado. Militar la ley de Educación Sexual Integral es repartir herramientas de cuidado, no sólo condones, listones rojos u elementos, sino fundamentalmente argumentos. Para poder ponerse en el lugar de alguien más, ser una misma en otra circunstancia, constituir ese mismo espejo desde el cual queremos ser miradas y acompañadas.

Luchamos por el derecho al aborto digno, como alguna vez tuvimos que luchar para que existiera el plan médico obligatorio que obliga a obras sociales y prepagas a cubrir los tratamientos básicos para el VIH y otras patologías. Seguimos luchando por una Ley Nacional de VIH, porque en Argentina conocemos profundamente la fragilidad del sistema. Tenemos la experiencia de que no haya reactivos para los testeos, sabemos de incertidumbres y dificultades burocráticas, de horas vitales muertas en la espera, de lo insalubre de recibir tratamientos fraccionados por semana, de medicamentos compartidos y pastillas sueltas en una bolsita en la ventanilla del Ministerio de Salud. 

Un ministerio imprescindible, que ya no existe y hace falta. En el marco de un Estado en retroceso, hay que dejar de perder el piso de derechos primarios que supimos conseguir, para poder pensar, generar y adquirir nuevos derechos.

13 octubre 2019

Ring

 

RING

El teléfono decía que ya no era tiempo de juegos. Eso se había acabado. Todo se iba de pronto


Sonó el teléfono de casa, uno de esos aparatos donde teníamos que hablar atados a la pared y el cable enrulado se podía enrollar alrededor del dedo mientras se le daba vueltas a cualquier asunto. Era un modelo moderno de plástico naranja, que reemplazaba a aquellos viejos teléfonos negros pesados de baquelita de EnTel. Estaba coronado en el centro del disco con el logo de la empresa, que parecía una calavera ladeada. Sonaba y desde las habitaciones cada cual gritaba: ¡yo no voy!, ¡no atiendo!, ¡no estoy!, ¡atendé vos!. Finalmente, la única que levantaba el tubo era la subjefa del hogar y jamás era para ella que atendía. Entonces pasaba la comunicación a quien correspondiera, tapando la parte de abajo del tubo para que el micrófono no captara la puteada con que pretendía asumiéramos esa mínima responsabilidad. Sonaba el teléfono en la casa y cada ring hacía correr el tiempo. Había que llegar hasta la cocina donde estaba conectado el equipo, pero nadie quería hacer ese esfuerzo y mucho menos a riesgo de que la llamada fuera para otra persona. Yo a veces atendía, cuando no había nadie más en casa. Mis hermanos nunca lo hacían. Irma era chiquita. Siempre era chiquita, aunque ya no lo fuera y Nicanor era un príncipe maleducado que nunca hacía nada por los demás. Ese día el teléfono de la casa sonaba como cualquier otro. Como cuando llamaban Natalia, Tamara o Sebastián. Como cuando llamaban los clientes del negocio, o la tía, o las abuelas. Como cuando llamaba el que me gustaba, o como cuando llamaban a un número equivocado que justo era el mío, todo sonaba exactamente igual. No había un timbre especial, un guiño, ni nada distinto que pudiera anticipar que ese llamado entrante iba a cambiarlo todo. A las malas noticias les gusta ser imprevisibles. No hay cómo anticipar la tragedia. No hay premonición. No hay nada capaz de amortiguar el golpe, el dolor venidero de las palabras aplastadas entre fierros retorcidos como chatarra. El impacto inesperado de la vida que se detiene, como un camión que nos pasa por encima y se va. Se aleja. Una imagen detrás de otra. La escuela secundaria. El primer día de clases. El pelo finito y rubio de Leonela. Su pollera de verano blanca, casi transparente. La sonrisa enorme y los restos de comida atrapada entre los alambres de los aparatos fijos. Su cara de perrita pekinés. La letra redonda. El tablero, las láminas y la tinta rotring. Asomarnos por la ventana al pasaje. Salir al toque de timbre por la avenida Rivadavia, como eslabones del brazo con Julia, Mariana o Soledad. Sentarnos al fondo del 92 hasta su casa en la calle Colpayo. La habitación gigante arriba, donde todavía jugábamos a las muñecas cuando nos nadie nos veía y se nos mezclaban las ganas de seguir niñas por un rato y de crecer para devorarnos la vida sin dejar nada por probar. La pulsión de explorar y compartir. La luz apagada en su baile de cumpleaños. Las ganas de adivinar. El deseo de ser. Atesorar lo secreto. La fragancia. Chapábamos mucho ahí, todos con todos, a veces en serio, otras veces sólo por jugar. Pero el teléfono decía que ya no era tiempo de juegos. Eso se había acabado. Todo se iba de pronto. El verano. El camino interrumpido. La llamada. El cable enredado. El viaje a ningún lugar. La mano de mi amiga. Un saludo a los lejos. Una corona de flores. Un cuerpo. La realidad que no entraba en una caja. Una tristeza que no podía caber en ningún lugar.

19 septiembre 2019

En corto

 

EN CORTO

Intento abrir el grifo y desde lo profundo sale un quejido seco

 

Estoy en corto. En partes. Una puerta temblorosa me sostiene desde el picaporte. Salgo del cubículo. Intento acomodarme la remera larga. Nunca tapa nada y ahora está subida, enroscada de algún modo que se traba con el cinturón. Todo mal enganchado. ¿Cómo pudo pasar este enredo, la confusión? No logro coordinar movimientos. Calculo tres pasos hasta el lavatorio. Es algo incierto. Veo que el espacio hace olas. Las rodillas vencidas por un momento se ablandan y me precipito al vacío. No caigo. No floto, ni peso. No siento. Apoyo una mano en los azulejos y acerco la cara al espejo. Dos túneles oscuros. Dos manchas de tinta negra detonada. Dos ojos desconocidos que se fijan en otros ojos, que son míos y no ven nada. Intento abrir el grifo y desde lo profundo sale un quejido seco. Un chillido que no viene de mis cuerdas vocales. La cañería exhala un lamento agudo que de pronto duele como si me lo arrancasen de la garganta. Encanto de sirenas aturdidas. Mi boca, que había sido un corazón perfecto, ahora se desangra por toda la cara. Las voces ya no están, se fueron. Lo ocurrido no es recuerdo aún. Pasa a toda velocidad. Va y viene. Pendula y se hace carne. Permanece en estos ojos deshechos que ruedan hacia atrás y se apagan. Ya no hay luces. Respiro todavía un olor metalizado. Todo vuelve dado vuelta. Late. Mi mano tiembla a través del cierre abierto. El instante de contacto con el interior satinado me lleva a otro lado. Me sumerjo, nado. Esquivo a tientas diferentes obstáculos. No logro identificar las cosas pero encuentro en el fondo un pañuelo de papel arrugado. Salgo de ahí en un impulso sobrehumano, me reincorporo y encaro. Todo parece peor ahora. Refriego y el pegote se adhiere como la vergüenza metida en cada poro dilatado. El dolor despierta. Se hace piel en un pañuelito insuficiente, que se deshace rosado sin lograr borrar lo evidente. Las marcas no se van, no salen. Como el agua de las canillas, que tampoco sale. Como yo misma, que no puedo salir así, ni tampoco quedarme. Solo quisiera esconderme. Desaparecer. Irme de ahí. No estar. Borrarme. Encontrar un salvoconducto. Hacerme invisible. Escapar. Teletransportarme. Volver a casa. Volver el tiempo atrás. A mi madre. Su figura lejana. Su calor. Ya no recuerdo su voz. No habrá preguntas entonces. No habrá preocupación. Mejor. No hay palabras para responder. No hay cómo explicar. No hay cómo entender. Mi boca no es mi boca. Mi lengua ya no es. Estoy en otra parte. Estoy en ninguna parte. Estoy empedrada por dentro de amargura y asco. Las risas flotan. Sólo el ardor me devuelve algo. Estoy en otro tiempo. Me disuelvo. Mi cuerpo sin huesos se derrite suave. No termino en ningún lado. Soy moléculas desparramadas. Soy un charco. Nado a la nada.

 

 

21 julio 2019

Carne

 

CARNE

Quizás estamos locos. O enfermos de amor. Quizás el amor sea solo un fantasma. Un placebo. Una fábula.


 

Conmoción. La carne abierta. Amarillo al lado. La grasa cuelga. Espuma. La piel ahí mismo.

Una línea afilada, al borde. El corte hasta el hueso y más allá, el interior. Un tobogán violeta, desliza suave hacia adentro. Una línea precisa que luego se gasta y se pierde, en alguna parte. El hueco del cuerpo. O soy yo quien se pierde y tengo que cerrar los ojos por un momento, para poder ver más. Respiro hondo y vuelvo a sumergirme entre hilos azules, rosados y grises que caen enrulados como ramilletes de ofrendas. Contengo la respiración. Ahí está todo. Las costillas. Los órganos vitales apenas muertos. El misterio a la vista. Podría alcanzar a tocarlo. La achura fresca mantiene su color y textura. La pintura ya no huele a pintura. Es otra cosa. Un dolor visceral inunda la sala y se adhiere como mugre a las paredes. Podría cerrar nuevamente los ojos, o intentar salir corriendo pero, es demasiado tarde. Cuando se ha visto, ya no se puede dejar de ver. Estoy metida adentro de todo esto, me encuentro cautiva, al borde de la realidad, como en las mejores pesadillas. Azulejos celeste y blanco patria, manchados para siempre. Mil tonos de rosados indelebles. Claves silenciosas, huellas de la historia. La tarea sucia realizada. Las leyes forzadas de la naturaleza. La gravedad bajo presión. Los cuerpos pendientes en estado de suspenso, invertidos. Todos hablan. Es la voz de los vencidos, un rumiar solitario, impersonal, repetido. Volver sobre lo inevitable. El cuero marcado. Los números: 55, 37, 58. Quizás en ese punto el nombre da igual. Quizás signifique nada. Como los ganchos de acero atravesados sosteniendo el peso. No hay cómo escapar a los mecanismos. Las metodologías de trabajo descriptas. Técnicas de maestría expuestas en cada ejecución. Cada detalle perfecto y el cuadro completo, estremecedor. Nada da igual. Los cuerpos. Lo que no se alcanza a ver y enceguece. El precio de nuestra mercancía de consumo. Productividad organizada en cantidades inmensurables. Balanzas vacías. No hay cómo pesar tanto pesar. Cuánto más puede haber detrás. Es moneda corriente. Emprendimiento, negocio o industria. Eslabones de una misma cadena. Todos tonos grises. Se compra, se vende, se corta, se cobra, se acopia, se muere, se mata. El cuerpo colectivo cercenado. El banquete. Los dueños. Los señores de sombrero. De corbata o de moño. De un blanco liviano, impecable. Blanco genocidio, blanco sucio, blanco impune. Con sus monederos llenos. Contando peso a peso, el peso de la muerte.

Cristales rotos. Estallidos azules. Se aturde de sonidos mi cabeza y la violencia irrumpe. Destroza el límite. Detiene el tiempo. Pedacitos transparentes, sostenidos en pleno vuelo por el aire. Triángulos vítreos que brillan y no terminan nunca de caer. El mal es amarillo sepia, pero en mi memoria será siempre verde. La última bocanada de aire se comprime y permanece adentro del cuerpo. Los ojos abiertos como ventanas en un incendio. Un gesto desesperado que pudiera ser de cualquiera. La mano alzada suplica. La ayuda que no llega. La boca del niño, en un instante de pavura, que ahora dura para siempre. La inocencia perdida. La contracción. El mal perpetrado. El horror perpetuado en ese otro rostro, que sé, está ahí, pero evito mirar. Me quedo con el niño. Para siempre, estado de alerta. Para siempre, estampida. El instinto animal a flor de piel y las piernas que apenas responden. No alcanza con un sólo movimiento para salir del paso de la bestia. Es inminente. Ruge. Ya no hay cuidado posible. No hay adentro ni afuera. No hay límite. No hay hogar. La puerta azul no será igual en la memoria. Parte la infancia en este contexto. El momento suspendido. La dimensión del mal. La desproporción de las figuras. Una fuerza superior, capaz de atravesar el espacio, desencajar la estructura y sacar fuera de quicio aquello que siempre contuvo. Entonces todo cae. La silla que sostuvo. El farol que alumbró. Quizás caiga también el niño, no lo podemos saber, aún está allí. Para siempre niño. Para siempre en medio del camino, hacia donde constantemente avanza un sinsentido concreto de violencia represiva.

Quizás estamos locos. O enfermos de amor. Quizás el amor sea solo un fantasma. Un placebo. Una fábula. Una hipocondría. Un momento. Una flor. Una nostalgia, que de pronto aparece y ahí está: “La memoria del amor, o sus fatuas presunciones”, como decía aquella poesía de mi padre, que como todas, era él mismo, y ahí viene. Ese primer amor inasible. Amor perdido, como una incógnita. Amor que siempre está. El amor que se descubre, como un tesoro. La experiencia del abrazo incontenible. Amor latente. En ejercicio. Amor que adoro. Este amor que practico. Dar lo que no tengo. Dar aunque no vuelva. Darse aunque no vuelva a darse. Ese amor en las pieles. El amor como cura. Amor refugio. Amor que recibo, felicidad, alivio. Amor iluminado. Ilusorio. Amor por venir. Amar como acción. Como escudo. Amor punzante, agudo. Amor que arranco y sacudo. Amor que no sirvió. Amor de descarte. Desesperado deseo de amarte. De acabar con lo que se amó. Demasiado tarde. Amor desposeído. Amor obligado. Amor ideal. Amarrado al tiempo, presente y pasado. Morboso amor. Todo rojo, pezones desnudos, ojos tapados. Amor que arde y puja. Pequeña muerte, pulsión. Amor sin vergüenza. Culo al aire. Amor embarazado. Los cuerpos contraídos, revueltos en la lucha. Amor furioso. Amor errante. Amor encarnado. Amor parido. Delicioso y repulsivo. Amor castigo. Amor odiante. Amor doliente. Amor violento, urgente, salvaje. El tiempo del amor corre, rápido o despacio. Sangre en las venas. Morado. Rojo. Amarillo anaranjado. Explosivos. Una maraña de colores. Marea las penas. Mientras la vida transcurre, pasa de costado. Solamente personal autorizado. Delantales, barbijos. Corredores fríos. Pasos sincronizados. Pies desnudos. Zapatos perdidos y la maquinaria opresiva actuando. Azulejos negros. Zona de aislamiento y exclusión. Peligro. Un lugar poco propicio para el amor. Un último deseo en este sitio inhóspito. Un amor, por el amor de, oh dios, una limosna, por piedad, por favor. Una migaja de amor, un despojo. Un amor a contramano. Objetable. Desubicado. Un amor apasionado. Un amor sin futuro. Inexitoso. Un amor en vano. Un verdadero amor. Un último suspiro. Un temblor compartido. No me deje sola ahí. Manos desconocidas cargan el peso de los cuerpos revolcados y encendidos, que ya son nuestros. Son fantasmas. El traslado ocurre. Adónde. Ni idea. No debiéramos presenciar este tipo de escenas. Ellos también lo saben. Hay disfraces que nada ocultan. Miradas que son verdaderas amenazas. Sobre todo las que no vemos. El gesto escondido detrás de los bigotes, de los anteojos oscuros. La noche recién empieza, o acaso termina. Se extiende en el tiempo. Nunca es horario de visitas. Estamos de más. Estamos de paso. El amor es demente y subversivo. Mantenga distancia, no se acerque demasiado. Cuarentena indefinida. Aislamiento. Quizás ya sea tarde para evitar el contagio.