29 marzo 2011
Regalos
La tía Beatriz, hermana de mi papá, durante años guardó regalos que fue comprando para mis cumpleaños, navidades, reyes, etc. Por cada regalo que compró para sus nietos, compró uno también para mí y se fueron acumulando en los altos de los roperos. Desde que la adopción no los volvieron a dejar que me vieran, ni a la tía, ni a nadie de mi familia paterna. Ninguno sabía dónde estaba, ni cuál era el nuevo nombre que yo llevaba. En una oportunidad, la tía fue a visitar a mi abuela para preguntarle por mí y pedirle, por favor, un contacto que una y otra vez le negaban, prometiéndole siempre, que tal vez, más adelante. Había llevado una bolsa enorme con regalos y pedía que, al menos, me los hiciera llegar. La abuela le dijo que eso no era posible, porque la familia adoptiva, tampoco a ella le permitía verme. Entonces su hermana (que era oficialmente mi abuela adoptiva, aunque mi tía no lo sabía) se paró y esquivando la mirada, hizo mutis por el foro y salió de la habitación, dejando en evidencia su incomodidad ante la mentira, aunque no quedase claro de qué se trataba exactamente. La tía se tuvo que volver con todos los regalos llorados, en el tren a Merlo y con el tiempo tuvo que ir aprendiendo a resignarse, porque el tiempo una vez que pasa, ya se ha perdido, y con los años, yo ya nunca usaría los regalos comprados para mis dos, tres, o cinco años. Beatríz siempre supo que en algún momento nos reencontraríamos, pero ¡ay! del tiempo perdido y de mis abuelos Edelma y Enrique, con quienes nunca me pude volver a ver.