11 marzo 2018

Códigos

 

CÓDIGOS

Graciela se estira para acercarme una foto de aquella época. Con la yema de los dedos sobre la pantalla, expando la foto y entro. Es una niña apenas crecida la que sonríe rodeada de flores anaranjadas. Dieciocho años tenía cuando fue capturada y veintiséis al salir en libertad.

Para ese entonces era la única de la especie que quedaba en su prisión. Hacía tiempo que todas las presas políticas habían sido trasladadas a penales de Buenos Aires. Pero a mi me trajeron de vuelta a la provincia, por un cuadro asmático severo, dice y explotamos a carcajadas, con la boca abierta hasta las muelas. Nos reímos como podemos, porque todavía podemos, aunque haya que agarrarse las costillas para dominar esa sensación que a veces logra traspasar los umbrales de la tolerancia. Al tumor anárquico empecinado en deshacer los huesos, se le suman las bajas defensas del lupus, el dolor neurálgico de la fibromialgia, el sube y baja azucarado en sangre de la diabetes y quién sabe qué más. Entonces, cuando menciona el asma, nos cagamos mucho de risa, con ese humor que la muerte siempre cercana nos permite.

El día que la liberaron llamaron su nombre y de inmediato las otras presas se empezaron a postular para heredar sus objetos. A mi dejame la manta, a mi los zapatos, para mi el colchón, mientras bajaba las escaleras y se enteraba que se iba en libertad. No lo podía creer. Se estaba yendo de ahí y no sentía ninguna emoción en particular. Estaba como anestesiada. Había descartado la posibilidad de irse tantísimo tiempo atrás y deshecho esa esperanza como escudo mecánico de defensa, para sobrevivir, para poder aguantar.

El impacto llegó a partir del día siguiente, con toda la familia reunida en la finca, bajo un cielo tan amplio como no recordaba que existiera. Un cielo azul soleado. Abrumador. Un cielo luminoso, capaz de proyectar con nitidez la silueta de las sombras y dimensionar de golpe todo el encierro. Quizás por eso no sonó tan raro cuando dijo que el cielo abierto le dio claustrofobia.

Ese día tuvo que buscar refugios donde encerrarse un momento. Un lugar donde estar sola, a resguardo para poder respirar, el tiempo que tardara en llegar la niña espiona, siempre dispuesta a encontrarla, como si fuera un juego ir a avisar a todos cuando la descubría escondida en algún rincón. Nadie parecía entender que un simple cielo pudiera hacer llorar.

Con los códigos cambiados, las compañeras lejos y los fantasmas cerca. Con la tristeza a contramano, era imposible volver como si nada, bancar el peso de las normas sociales de convivencia establecidas donde nunca nada está mal.

Hablamos del adentro y del afuera. De la pertenencia, de lo cotidiano. De la solidaridad. De la distancia entre un mundo y otro. De la añoranza. Del tiempo cuando se va. De lo irreversible. Del dolor. De la tortura. Del mal. De lo que a veces se hace normal. De lo que pasó entonces. De lo que pasa acá.

Mientras habla se acaricia la cabeza y me invita también a descubrir la suavidad de su cuero cabelludo expuesto, la pelusa blanca, vidita que resurge y quiere asomar. Sonríe y ante lo que cualquiera pudiera ponerse triste, ella descubre en ese reconocimiento posible, una forma nueva de belleza, un tesoro, una pequeña felicidad.

El año pasado le dieron cuatro meses de vida, que ya pasaron y acaban de prorrogar. Todavía hay cosas pendientes, historias que no se pudieron contar. Como la sistematicidad de los consejos de guerra. Como las sensaciones que hubo que guardar. Como la mano de la compañera de cucheta que pedía no la fuera a soltar. Como el día que estando encerrada le pidieron ropa para un bebé que acababa de llegar. Como fue volver a la vida, salir, reinscribirse en la facultad. Ver lo que había quedado. Enfrentar los prejuicios. Rearmarse de compañeros. Luchar. Tejer lazos fuertes. Construir justicia. Transmitir memoria. Amar.

Algún día alguien tiene que escribir todo esto, me dice tomándome de las dos manos. Pero primero hay que contar que, desde que llegó el diagnóstico irreversible, las compañeras reafirmaron su presencia, están. Son más de 30 y tienen un cronograma diario para cuidarla, que es mucho más que irla a visitar. Es femenina la fuerza y feminista el compromiso que sostiene. Son los viejos códigos solidarios que nunca pudieron aniquilar.