29 julio 2018

Celeste

 

CELESTE

 

Estábamos jugando en la vereda cuando llegaron. Eran un montón de hombres, aunque no puedo decir hombres, porque para mi eran robots gigantes. Llegaron en silencio. O yo no escuché nada. O pensé que era otra cosa. Había sol y estábamos dándole el mate cocido con bizcochos a las muñecas, ni nos enteramos de lo que pasaba. O yo no me di cuenta. O fue tan grande la sorpresa que no sé todo lo que pensé. Aparecieron de golpe y me quedé quieta del susto. Cuando nos dimos cuenta ya estaban por todas partes, en los árboles y en los techos de todas las casas de la cuadra, cerrando el paso en las esquinas, como una invasión. Tenían una ropa especial, como con escudos y unos cascos brillantes que les tapaban las caras. Hacían alrededor el ruido de muchas radios rotas. A la radio de mi abuela en la cocina a veces le pasaba eso y cuando venía ese ruido, ella despacito y con paciencia movía la perilla hasta volver a encontrar la canción que lograba calmar ese ruido fatal.

Celeste clarito era el color de mi casa. Era de material y por eso era más calentita. La hicieron mi papá con mi tío y mi abuelo cuando yo todavía no había nacido. Antes siempre era gris, yo me acordaba de eso. La había pintado mamá hacia poquito con una escalera altísima. Cuando pintaba me decía que me salga de ahí abajo para no mancharme, pero a mí me encantaba mirarla desde ese lugar, se veía tan grande y tan contenta pintando la casa, con todo el sol iluminándola. Celeste clarito era el color de mi casa, un poco más claro que ese cielo que se abría sobre su pelo marrón brillante casi anaranjado.

Parecía otra casa, esa casa, mi casa. Se veía chiquitita ese día con el ejército de robots parados arriba del techo. Eran como insectos monstruosos. Manchas negras moviéndose a gran velocidad.

Bajaron por las paredes colgados de sogas. Me quedé viendo en silencio a esos hombre-araña, como si estuviera lejos de ahí. Me preocupaba por las marcas de las patas que podían quedar en la pintura, mientras veía cómo pateaban la puerta de madera hasta tirarla abajo, deshecha, reventada y todo eso que estaba ocurriendo se volvía una postal definitiva y los insectos entraban en el cuerpo de mi hogar.

No entendí lo que pasó. Me di cuenta del peligro, pero no pude asustarme. No me pasaba nada en el cuerpo. Era como si no estuviera. Me había ido. Como si no creyera lo que estaba pasando. Como si yo ya no fuera yo. Supe que algo estaba roto. O que ya no había ningún lado, ni vuelta atrás.

No sé quién me sacó de ahí. Fue un tirón, como si me hubieran soplado desde adentro de la casa de mi amiga y cerrado la puerta. Fue todo tan rápido que no pudimos ni agarrar las muñecas. Quedaron ahí afuera, sentadas con el mate cocido humeante sobre la mesita, como si nada pasara. Las vi por los huequitos entre las maderas y quise salir a buscarlas, pero no me dejaron. Adentro de la casa, todos estaban de una manera muy rara, acostados debajo de los muebles, con los brazos agarrados a las cabezas y hasta la bisabuela, que tenía como 100 años estaba en el suelo. “Agachate, agachate", decían todos y a mí se me subían los hombros sin entender por qué. Fue solo un momento y entonces no vi quién, pero alguien se me tiró encima y me aplastó con todo el peso del cuerpo en el suelo. Una voz de mujer repetía en susurro “ya va a pasar, ya va a pasar la balacera”, y fue entonces que registré esa palabra y aunque no veía nada, pude ver las balas en la acera. Recién entonces escuché sonidos: las explosiones, los vidrios rotos, los gritos. Hacia calor. El cuerpo que me aplastaba tenía un olor raro, como de mocos mezclados con hierro. Algo gomoso y metálico. Un olor que no volví a sentir jamás, pero que tampoco pude olvidar.

El suelo estaba cubierto de un plástico engomado, color cremoso clarito, con pedacitos rojos, trocitos transparentes y brillitos dorados derretidos dentro. No lo había visto nunca de cerca. Era realmente hermoso. Nunca lo volví a ver. No pude volver a esa casa. Al otro día me llevaron a otra parte. Un lugar que prefiero olvidar.

01 julio 2018

Chechu. El vacío

 

EL VACÍO

Yo. Vos Mamá, papá. Hija. Verdad. Amor. Vacío. No son solamente palabras


—Tenés que conocer a Chechu. Está en la terraza, subí.

Entre plantas autoflorecientes y cajones de cerveza, saludo a la chica que en un solo gesto me convida abrazo, beso, una pitada y la sonrisa grandota toda generosa. Tiene los ojos brillantes y diminutos. Mientras sonríe, sus ojos dicen otra cosa.

También sonrío. Conozco esa forma de sonrisa escudera. Armadura vital. Colchón de espuma que pretende amortiguar el impacto de lo que se porta, de lo que se está por contar. La sonrisa anestesia, es la antesala de lo que dirá.

—Soy apropiadaNo sé quién soy en realidad.

Sus palabras son materia sólida, gruesa, invisible, que le desborda la boca. La sonrisa se quiere estirar al infinito, pero no alcanza a contener la presión, la expresión, la explosión que genera una verdad como esta cuando se libera.

La presentación es una trompada sin preámbulo que me cabe entera.

Sonrisa intacta, ambas. La veo y me veo reflejada en ella.

Silban los oídos. Aúllan. Mareo, marea.

—¿Cómo es eso?, pregunto.

Soy adoptada ilegalmente. Me lo contaron mis viejos. 

Se frena al nombrarlos. Desaparece la sonrisa y cambia la cara, los ojos se miran entonces la punta de la nariz.

—Apropiadores, debiera decir.

Puede ser, claro. ¿Es posible acaso encontrar una forma correcta de nombrar las cosas, cuando es el propio nombre lo que se ha mal nombrado, o se sigue mal diciendo?

Los viejos. Los apropiadores. Los que la criaron, la vistieron y alimentaron. Quienes le mintieron. Quienes le enseñaron las palabras y los silencios. Los mismos que le impusieron un nombre y anularon lo verdadero. Ellos, que le torcieron la cabeza ante el poder vertical, vinieron a decirle hace no tanto lo de la adopción falsa.

De ahí los pocos datos que hay. Un tío militar. Un médico en Chascomús. No mucho más. Un vínculo ilegal que no está inscripto en ninguna parte.

El vacío. Una historia que ahora es tuya. Hace lo que puedas, tomá.

Voces sin gravedad. Sin cuidado, sin compromiso, sin piedad. La charla alivianada. Palabras impunes. Un lindo paquete, con papel de regalo y moño. Toneladas de mierda que no sabemos dónde ubicar. Detrás de la sonrisa, quizás.

Desde entonces ha recorrido todos los caminos, desde Abuelas a la CONADI, y de ahí a la fiscalía especializada en delitos contra la identidad. Dejó su muestra de sangre en el banco nacional de datos genéticos para el cotejo. Espero y esperó, un resultado que hasta ahora es negativo. Pero, ¿acaso eso quiere decir que no? Claro que no. Sabemos que no significa eso. Los análisis genéticos son certeros al 99,9 % en casos afirmativos, pero los negativos nunca pueden ser resultados definitivos, justamente porque el banco de datos es incompleto, guarda solamente el ADN de aquellas familias que pudieron iniciar una búsqueda.

¿Y si no quedó nadie que pudiera buscar?

¿Qué pasa con aquellos en los que se instaló el terror, que no pudieron salir, que el miedo los venció? ¿Qué ocurre con las familias que fueron por completo aniquiladas, donde no ha quedado ni uno solo ser vivo y no hay muestra genética de nadie con quien comparar? ¿Qué hay de aquellos que no supieron que su familiar estaba gestando al momento de desaparecer? ¿Qué ocurre con las adopciones que se tramitaron como legales?

Mi caso, por ejemplo, estuvo por fuera del rango de búsqueda de las Abuelas y no hubo un expediente ni una ficha por tratarse de una situación intrafamiliar. Sabiendo que debe haber muchos casos más de chicos apropiados durante la dictadura que no podemos comprobar, ¿podemos descartar entonces la posibilidad de que esta persona sea hija de desaparecidos? ¿Y si no lo fuera, acaso el Estado no es cómplice de todos modos del falseamiento de su identidad?

Yo me quedo clavada en el tiempo presente de su ser. Soy apropiada”, dijo y tiene razón.

Es ahora, es todo el tiempo la inquietud que punza sobre el origen. Ser apropiada es estar significada desde el error inducido en la lengua.

Yo. Vos. Mamá, papá. Hija. No son solamente palabras. Son mandatos.

La apropiación es un hecho constante, una incógnita que se extiende mientras se mantienen faltantes aquellos elementos fundamentales donde basar la identidad. El apellido trucho no deja de ser un recordatorio. La aceptación de lo ilegítimo. Un premio a la impunidad.

Las preguntas se abren, se ramifican y casi no hay respuestas.

¿Quién soy? ¿Quién sos? Nadie es nadie. ¿Quién es quién?

¿Es lo mismo ser que estar? ¿Anclarse a una identidad falsa para hundirse en ella, o trascenderla? ¿Se pueden romper a través del lenguaje con los mandatos de crianza? ¿Renombrar es resignificar? ¿Hasta dónde se puede llevar un nombre falso? ¿De qué manera la huella de un delito puede constituir parte de la identidad? ¿Puede una persona quedar atada para siempre a una filiación mentirosa e ilegal? ¿Y si no hay una familia a la que restituirse? ¿Cómo se constituye la identidad cuando no se sabe nada del origen? ¿Cómo debiera llamarse, si sabemos que su nombre está mal? ¿Cómo desaprender la lección equivocada para encontrar la propia forma de decir quién soy? ¿Podría uno mismo decidir cómo se va a llamar? ¿En que momento empieza una persona a des-apropiarse? Saberse apropiada, ¿es parte del encierro o del camino en libertad?

Yo también decía mis viejos y les renovaba contrato sobre roles usurpados. Recuerdo la incomodidad pujante de no saber como nombrarlos, y el alivio al final, cuando decidí no llamarlos más.

Yo. Vos.

Mamá, papá.

Hija.

Verdad. Amor.

Vacío.

No son solamente palabras.

 

 

  • La imagen principal pertenece a Pablo Picasso, "Maternidad"