—Tenés que conocer a Chechu. Está en la terraza, subí.
Entre plantas autoflorecientes y cajones de cerveza, saludo a la chica que en un solo gesto me convida abrazo, beso, una pitada y la sonrisa grandota toda generosa. Tiene los ojos brillantes y diminutos. Mientras sonríe, sus ojos dicen otra cosa.
También sonrío. Conozco esa forma de sonrisa escudera. Armadura vital. Colchón de espuma que pretende amortiguar el impacto de lo que se porta, de lo que se está por contar. La sonrisa anestesia, es la antesala de lo que dirá.
—Soy apropiada. No sé quién soy en realidad.
Sus palabras son materia sólida, gruesa, invisible, que le desborda la boca. La sonrisa se quiere estirar al infinito, pero no alcanza a contener la presión, la expresión, la explosión que genera una verdad como esta cuando se libera.
La presentación es una trompada sin preámbulo que me cabe entera.
Sonrisa intacta, ambas. La veo y me veo reflejada en ella.
Silban los oídos. Aúllan. Mareo, marea.
—¿Cómo es eso?, pregunto.
—Soy adoptada ilegalmente. Me lo contaron mis viejos.
Se frena al nombrarlos. Desaparece la sonrisa y cambia la cara, los ojos se miran entonces la punta de la nariz.
—Apropiadores, debiera decir.
Puede ser, claro. ¿Es posible acaso encontrar una forma correcta de nombrar las cosas, cuando es el propio nombre lo que se ha mal nombrado, o se sigue mal diciendo?
Los viejos. Los apropiadores. Los que la criaron, la vistieron y alimentaron. Quienes le mintieron. Quienes le enseñaron las palabras y los silencios. Los mismos que le impusieron un nombre y anularon lo verdadero. Ellos, que le torcieron la cabeza ante el poder vertical, vinieron a decirle hace no tanto lo de la adopción falsa.
De ahí los pocos datos que hay. Un tío militar. Un médico en Chascomús. No mucho más. Un vínculo ilegal que no está inscripto en ninguna parte.
El vacío. Una historia que ahora es tuya. Hace lo que puedas, tomá.
Voces sin gravedad. Sin cuidado, sin compromiso, sin piedad. La charla alivianada. Palabras impunes. Un lindo paquete, con papel de regalo y moño. Toneladas de mierda que no sabemos dónde ubicar. Detrás de la sonrisa, quizás.
Desde entonces ha recorrido todos los caminos, desde Abuelas a la CONADI, y de ahí a la fiscalía especializada en delitos contra la identidad. Dejó su muestra de sangre en el banco nacional de datos genéticos para el cotejo. Espero y esperó, un resultado que hasta ahora es negativo. Pero, ¿acaso eso quiere decir que no? Claro que no. Sabemos que no significa eso. Los análisis genéticos son certeros al 99,9 % en casos afirmativos, pero los negativos nunca pueden ser resultados definitivos, justamente porque el banco de datos es incompleto, guarda solamente el ADN de aquellas familias que pudieron iniciar una búsqueda.
¿Y si no quedó nadie que pudiera buscar?
¿Qué pasa con aquellos en los que se instaló el terror, que no pudieron salir, que el miedo los venció? ¿Qué ocurre con las familias que fueron por completo aniquiladas, donde no ha quedado ni uno solo ser vivo y no hay muestra genética de nadie con quien comparar? ¿Qué hay de aquellos que no supieron que su familiar estaba gestando al momento de desaparecer? ¿Qué ocurre con las adopciones que se tramitaron como legales?
Mi caso, por ejemplo, estuvo por fuera del rango de búsqueda de las Abuelas y no hubo un expediente ni una ficha por tratarse de una situación intrafamiliar. Sabiendo que debe haber muchos casos más de chicos apropiados durante la dictadura que no podemos comprobar, ¿podemos descartar entonces la posibilidad de que esta persona sea hija de desaparecidos? ¿Y si no lo fuera, acaso el Estado no es cómplice de todos modos del falseamiento de su identidad?
Yo me quedo clavada en el tiempo presente de su ser. “Soy apropiada”, dijo y tiene razón.
Es ahora, es todo el tiempo la inquietud que punza sobre el origen. Ser apropiada es estar significada desde el error inducido en la lengua.
Yo. Vos. Mamá, papá. Hija. No son solamente palabras. Son mandatos.
La apropiación es un hecho constante, una incógnita que se extiende mientras se mantienen faltantes aquellos elementos fundamentales donde basar la identidad. El apellido trucho no deja de ser un recordatorio. La aceptación de lo ilegítimo. Un premio a la impunidad.
Las preguntas se abren, se ramifican y casi no hay respuestas.
¿Quién soy? ¿Quién sos? Nadie es nadie. ¿Quién es quién?
¿Es lo mismo ser que estar? ¿Anclarse a una identidad falsa para hundirse en ella, o trascenderla? ¿Se pueden romper a través del lenguaje con los mandatos de crianza? ¿Renombrar es resignificar? ¿Hasta dónde se puede llevar un nombre falso? ¿De qué manera la huella de un delito puede constituir parte de la identidad? ¿Puede una persona quedar atada para siempre a una filiación mentirosa e ilegal? ¿Y si no hay una familia a la que restituirse? ¿Cómo se constituye la identidad cuando no se sabe nada del origen? ¿Cómo debiera llamarse, si sabemos que su nombre está mal? ¿Cómo desaprender la lección equivocada para encontrar la propia forma de decir quién soy? ¿Podría uno mismo decidir cómo se va a llamar? ¿En que momento empieza una persona a des-apropiarse? Saberse apropiada, ¿es parte del encierro o del camino en libertad?
Yo también decía mis viejos y les renovaba contrato sobre roles usurpados. Recuerdo la incomodidad pujante de no saber como nombrarlos, y el alivio al final, cuando decidí no llamarlos más.
Yo. Vos.
Mamá, papá.
Hija.
Verdad. Amor.
Vacío.
No son solamente palabras.
- La imagen principal pertenece a Pablo Picasso, "Maternidad"