ESE LUGAR
Maquillaje rosado sobre la mirada celeste, pregunta sin pestañear: “¿Cómo está ella, cómo quedó?”
Este lugar. No sé qué hago acá otra vez. ¿Cómo llegué? ¿A qué vine? No lo sé. La marca en la pared, el nombre raspado en la pintura azul, las uñas desplumadas. Estoy ahí sin saber qué hacer, camino sin sentido. Recorro el sitio sin llegar a reconocerlo, excepto por el ambiente contaminado, el ahogo familiar. La densidad del aire le da consistencia a las paredes. Este es el lugar. Piedras sudadas, el suelo mojado y rojo. ¿Cual es el propósito de atravesar todo esto? Seguramente sigo buscando aquello que siempre busco, pero no pienso en eso. No sé en qué pienso. En nada. En olvido. No recuerdo lo anterior. Todo empieza en el mismo pasillo, con las puertas, como siempre. Pero esta vez no es igual. La luz de las claraboyas, algo en esa pared, su piel descascarada. Lo indescifrable ahí escrito, iluminado. Todo alrededor manchado de ausencia. La puerta de metal abierta. ¿Qué hago acá de vuelta? ¿Qué busca mi cabeza en este lugar? Algo falta descifrar. No quiero entender todo, el significado de cada detalle. Me quiero evaporar pero me derrito, me hago agua. Me deshago en el esfuerzo de mantenerme unida. ¿Adónde voy? Donde me lleva la corriente. Canaletas y túneles subterráneos atraviesan la montaña. Su cuerpo abre paso. Contiene lo inconsistente. No hago nada. No hay nada que hacer. Mantener los sentidos en alerta, esperar la señal. La inquietud no puede anticipar lo que vendrá.
Conozco el lugar. Allá donde termina el pasillo, pasando el recodo, está la jaula, y al otro lado la barrera. Estoy cerca de la salida. En un pupitre escolar diminuto en medio del camino, aparece una enorme mujer uniformada. Frente a ella me detengo. Repongo mi cuerpo. Sentada, toma notas en un cuaderno gordo de tapas duras. Levanta la cabeza y con una mano corre su pelo seco a un costado. Maquillaje rosado sobre la mirada celeste, pregunta sin pestañear: “¿Cómo está ella, cómo quedó?”
Al principio no sé de quién me habla, pero en seguida me doy cuenta. Mi madre. El bolígrafo en la mano de la mujer. Su letra, el nombre escrito. El olor a podrido. La pregunta se sigue repitiendo en silencio, sin palabras: “¿Cómo está ella, cómo quedó?”. Ahora habla con los ojos, mientras sonríe severa. Es una provocación, ¿Cómo me va a preguntar a mí cómo está mi madre? Destrozada. No quiero ni saber, no puedo imaginar. ¿Qué forma de tortura es ésta? ¿A quién se le ocurre ponernos a pensar en cómo quedó mi madre? La muerte. Lo incierto. Infierno de sangre en las venas. (¿Adónde va la sangre? ¿Adónde permanece?) Estallo de furia. Con la mujer y conmigo, que la estoy soñando. Escucho mi voz emergente: "¿Cómo me vas a preguntar esto?, le digo. Aunque sé que me lo digo a mí misma. La inquietud es mía. Es mi pregunta. Ella sigue con la boca cerrada, pero también se ríe en una enorme carcajada, mientras otra cara superpuesta me dice que no, que estoy equivocada. “No te hablaba de ella. Por Norma, tu madre adoptiva, te preguntaba: ¿Cómo está ella, cómo quedó?”
El pelo vuelve a cubrirle la cara y ya no la veo. Se cierra el telón y recién entonces descubro que esos ojos celestes manchados de rosado son los de Esther, la amiga de Norma, la que miraba de costado. Odio su sonrisa invisible. Quiero deshacerla en pedazos. Se me atragantan los argumentos. Quiero decir cosas que no me salen y se acumulan. “¡Aquella no es mi madre, mi mamá era otra!”, escucho que grita mi voz sin aire. Pero ella se ríe más fuerte y yo me ahogo más que nunca. Salto encima suyo, la pateo y la golpeo, pero mi cuerpo sin oxígeno no tiene fuerzas. Soy un globo de ira que rebota sin poder lastimar a nadie. La mujer se me caga de risa. Abro los ojos sin poder diluir la impotencia.