Estaba boca arriba tirada en el piso del patio. Tenía las extremidades cruzadas sobre el pecho y un gesto solemne alargado, como de conde Drácula. Una imagen mortal. Pensé en mandársela al Malvado, que otra vez no respondía. Era algo que él odiaba y yo quería molestarlo. Por dolerme, por no quererme como yo quería. Llamar su atención, devolverle las agujas, los golpes bajos. Habían entrado a su casa cuando era chico, fue una invasión. Su madre gritaba mientras de pronto trataba de cerrar las ventanas, en medio de la nube desesperada que lo tapaba todo. Millones de manchas cubrían al instante los vidrios y el caos metido en los ojos bloqueaba para siempre la visión. Me hizo acordar a esas escenas donde nada de lo terrorífico es sobrenatural. Lo común fuera de control. Ese miedo y la sensación perdurable en el cuerpo. El espanto encarnado. Igual que el amor. La evocación del amor, o su contracara. El cuerpo muerto. Una cáscara morada, ahí en el suelo, irresistible. Fui a preparar los elementos y por un rato me distraje. Hasta que vi de nuevo su nombre conectado en la grilla y el palpitar acelerado revolvió la pulsión por las venas. Volví al patio por venganza, decidida, armada. Pero no pude. Lo que fui a buscar ya no estaba, el cuerpo había desaparecido. Sólo quedaban desprendidas las alas, perdidas por el camino como un deseo y, más allá, entre las plantas, un ejército de seres diminutos arrastrando la cabeza enorme, recorriéndola por dentro, devorándola hasta vaciarla.