22 noviembre 2016

Impunicidas, para Revista Maíz

La madrugada del 17 de noviembre de 2010 la entrada a los Tribunales Federales de Mendoza conservaba todavía los rastros de la noche anterior. Durante la vigilia todas las escaleras, pasamanos, rampas de acceso, las veredas, los canteros y los bordes de las acequias habían sido iluminados con una infinidad de velas que hicieron resplandecer la esquina de Pedro Molina y España. El umbral de la Justicia fue alumbrado por el pueblo y algo de eso quedó flotando en el ambiente la mañana siguiente.
Daba comienzo el primer juicio por crímenes del Estado durante la dictadura en esta ciudad. En el primer piso una tensa sala de audiencias colmada de expectativas. Afuera la calle cortada y llena de gente, pantalla gigante, medios, bombos, banderas, abrazos, compañeros, desahogo, canciones.
Ole olé ole olá, a donde vayan los iremos a buscar se podía oír desde todas partes, en las oficinas y en los pasillos. En los sótanos donde esposaban por primera vez a un asesino, a un torturador. En las entrañas del edificio y en las mías. En los oídos de la Justicia. En el corazón de la ausencia, los 30mil retumbaron presentes. En las ventanas abiertas del tercer piso. En los enormes despachos de la Cámara de Casación Penal. En las madrigueras de los cómplices de la dictadura. Todos pudieron escuchar lo que empezaba a ser nombrado. Era una realidad. No éramos nosotros, los sobrevivientes, ni los familiares, ni las víctimas. No éramos las personas. Era la justicia, era la historia, la propia verdad de sus actos, que los venía a buscar y los empezaba a encontrar. 

Lo primero, fue distinguir, que poder judicial y Justicia, no eran la misma cosa. Jueces funcionales a la injusticia, como Romano, Miret, Petra, Guzzo o Carrizo tenían toda una carrera encarnando la impunidad, poniéndole la firma. Estos funcionarios de la dictadura, estaban en ejercicio a pesar de estar procesados penalmente.
Estos (como muchos otros) funcionarios enquistados en el poder, detentaban un poder rancio, que utilizaban para oponer constantes trabas a la investigación. Eran los mismos que en dictadura rechazaban investigar las denuncias por los desaparecidos, quienes en democracia se ocuparon de interponer obstáculos para que los juicios a los desaparecedores no avanzaran. Atravesaron tantos palos en las ruedas, que lograron dilatar los juicios por años. Pero tanto hicieron, que también generaron mucha evidencia y algunos de ellos fueron apartados e inhibidos de actuar en los juicios de Lesa. Entonces los juicios avanzaron y empezaron a sacar a la luz las memorias propias del genocidio.
El entramado de complicidad se fue develando en testimonios y pruebas que corroboraban que la participación de estos magistrados había sido indispensable para que un crimen de esta magnitud se pudieran llevar a cabo. 

La participación de estos jueces con la dictadura fue directa y activa. Sus carreras están plagadas de expresiones que constantemente ratifican su profundo compromiso ideológico con el plan de exterminio. 

Si bien todavía no estaban siendo juzgados, la mecánica del genocidio se iba consolidando en pruebas y testimonios coincidentes, en cuanto a que los jueces eran parte del entramado, eran parte de los delitos sistemáticos cometidos por el estado durante la dictadura.

A nosotros nos quedaba claro el rol, pero sin embargo estos funcionarios de la impunidad eran personalidades destacadas, muy respetadas socialmente. Miret por ejemplo, se desempeñaba como docente de la Facultad de Derecho de la UNCuyo, donde en la materia Filosofía del Derecho, dictaba clases de Ética y Derechos Humanos. Habían logrado mantenerse por demasiados años en roles jerárquicos dentro de la Justicia y el mundo académico, aunque trabajando siempre en sentido contrario.

La instrucción del juicio penal a los jueces impunicidas, se fue alimentando y se ampliaron los procesamientos de los imputados, como partícipes necesarios de crímenes de lesa humanidad. Por no haber investigado las denuncias por torturas y vejaciones a personas detenidas en el D2 de Mendoza. Por inventar causas contra estas personas a quienes debían defender. Por negar el paradero a los familiares, con costas. Por retener los expedientes. Por tergiversar los hechos. Por naturalizar la tortura y las vejaciones. Por colaborar, blanquear y permitir el terrorismo de Estado.

Al amparo de sus fueros y las manos de otros jueces también amigos de la impunidad, de manera experta siguieron trazando estrategias diversas: dilatorias, difamatorias, intimidatorias y lobbys de todo tipo para evadir su responsabilidad ante la justicia.
Hubo amenazas directas a jueces, representantes del ministerio publico fiscal, a la querella, a los familiares, a los periodistas.
El dedo en el avispero.

Desde 1976 no volví a vivir en Mendoza. Perdí todo entonces.
A partir de allí mi vida quedó judicializada, intervenida por el poder estatal.
Aunque mis expedientes están llenos de autógrafos no reconocía físicamente a esos nombres. Cuando me cruzó, no supe quien era ese hombre alto, grueso y muy bronceado, hasta que me avisaron al oído: Es Romano!. Llevaba un saco azul grande, mal colocado en los hombros y un gesto facial de oler huevos podridos. 

A Miret tampoco lo reconocí cuando, pocos meses después, estuvimos frente a frente en el Consejo de la Magistratura, que empezaba a tomar en serio el pedido de Jury, para poder avanzar penalmente sobre los genocidas judiciales. Olía a naftalina. El pelo y su camisa eran de un mismo blanco amarillento. Prolijo. Los anteojos de marco dorado. La mirada intensa de quien quiere intimidar. El hombre sepia argumentaba sobre si mismo en tercera persona y cuando quería decir que “no era justo que Miret se vaya por la puerta trasera de la justicia”, un acto fallido lo traicionaba haciéndole tragar el no, para afirmar absolutamente todo lo contrario. Incluso en el inconsciente de la propia boca de Miret, era justo que así sea.
Estaba denunciado por no haber promovido la investigación penal de 31 hechos relacionados a desapariciones de personas, privaciones ilegítimas de la libertad, torturas, robos y homicidios, mientras se desempeñaba como Juez Federal de primera instancia entre 1975 y 1983. Cuando todo esto salió a la luz, sus alumnos exigieron no tener que aprender más nada de este hombre. Fue el primero en ser destituido por complicidad con la dictadura. Perdió su jubilación, sus prerrogativas como magistrado nacional, los fueros.

El Jury de Romano vino después. Mucho poder acumulado, lo protegieron más. Una medida cautelar extraordinaria otorgada al amparo de manera irregular por su conjuez y amigo Parellada, le permitió al Juez Romano evadir su juicio político y por un tiempo estirar la impunidad. Pero el peso de su acciones era insostenible. Lo que salía a la luz estaba muy sucio y comprometido para cualquiera que se dijese limpio. Dedo por dedo, le fueron soltando la mano. En el Consejo de la Magistratura todos los consejeros votaron en su contra, incluso aquellos con los que mantenía vínculo personal. Su responsabilidad en la comisión de más de 110 crímenes imprescriptibles contra la humanidad iba a ser motivo de juicio político. Por otra parte, a pesar de las incontables trabas interpuestas por la amplia red de jueces cómplices, el juicio penal tenía los banquillos con sus nombres esperando.
La impunidad empezaba a retroceder, aunque sin resignarse. 

Al momento en que el tribunal constituido en el Consejo de la Magistratura definía su destitución, Romano pateó el tablero y se jugó una carta que dejaba a la vista de todos, su más profundo respeto por la justicia: se escapó. El 24 de agosto de 2011 se prófugo en avión a Chile, escoltado en los fueros del juez Leiva, que lo acompañó a modo de seguro para cruzar la frontera. Romano se burlaba una vez más de la justicia que todavía representaba, mostrándole todo su desprecio en la cara.
Quedaba en evidencia ante el mundo. 

Mientras tanto, en Buenos Aires, su expulsión fue un hecho.
Se lo juzgó en ausencia y la decisión fue unánime. El Jurado de Enjuiciamiento sentenció de manera contundente:
“No le cabe a este cuerpo colegiado un mínimo atisbo de duda para decidir que el doctor Otilio Ireneo Roque Romano no merece continuar en el ejercicio de la magistratura por no tener las condiciones morales para ostentar tan alto honor”.

Perdidos los atributos. Con una orden de captura internacional, Romano pasó varios meses evadido, en alguna parte, como una amenaza latente. 

En enero de 2012 un fotógrafo lo encontró en la costa chilena, paseando por las playas de Reñaca. Robusto, bronceado, distendido, con el gesto despectivo intacto. 

Al verse descubierto intentó hacerse pasar por perseguido político.
La justicia y el gobierno chileno se vieron entonces seriamente involucrados en el debate. La disyuntiva sobre la que debían decidir era si hacían caso al pedido del pobre perseguido y le daban asilo político, o si en cambio respondían al reclamo de la Justicia argentina, extraditando al ex juez prófugo, procesado como partícipe de la dictadura para que pudiera ser juzgado.
Mientras esto estaba en debate, Romano obtuvo una visa provisoria y la suerte de un sistema insólito: el arresto domiciliario nocturno, que le permitía gozar libremente del sol y la playa durante todo el día.
El argumento de la persecución política no tuvo eco, pero sirvió para ganar tiempo, estirar la impunidad al máximo.Fue sometido al juicio de extradición. El fallo fue confirmado por la Suprema Corte de Chile y el 5 de Septiembre 2013 Romano volvió a la Argentina. 

Desaforado y esposado dentro de un patrullero, con su juicio penal por más de 100 crímenes de lesa humanidad esperándolo. Con la inconveniencia de venir acumulando de diferentes cortes, fallos negativos que corroboran las acusaciones en su contra. Con el antecedente de fuga y la visibilidad internacional del caso, Romano no pudo evitar la cárcel.
La primera noche la pasó en una celda en la alcaldía de los tribunales Federales de Mendoza, el mismo edificio donde habida ejercido su reinado judicial durante años. Abajo de todo. El otro lado del mostrador. A través de los muros se filtraba ese Ole olé ole olá. Tan cerca de aquel despacho del tercer piso, de los sillones de cuero con tachuelas doradas, del escritorio con su cajón, la lapicera y el sello. Ese lugar seguro, esa guarida que estaba cada vez más lejos. 

A pesar de todos los obstáculos interpuestos por todos los funcionarios que siguieron actuando en democracia para favorecer a los criminales de la dictadura, a esa altura en Mendoza y en todo el país, la experiencia de juicio y castigo, avanzaba.
Las discusiones sobre el genocidio empezaban a tener un piso y un techo basado en los fundamentos de los fallos que dejaban constancia del lo ocurrido, no solo a nivel local, sino además articulado con otras dictaduras de Latinoamérica en el denominado Plan Cóndor.
Sin embargo, los juicios a los cómplices civiles del terrorismo de Estado, no avanzaban al mismo ritmo. Una doble vara para medir los mismos hechos. 

Por otra parte, no existían demasiados antecedentes en cuanto a juzgamiento de Jueces por delitos de Lesa Humanidad, a excepción del ex juez Brusa, condenado a 21 años de prisión por su actuación judicial en la dictadura, y los Juicios de Nuremberg por los crímenes del Holocausto.

El 17 de de febrero de 2014 una multitud respaldaba el inicio de este megajuicio por crímenes de lesa Humanidad, con más de 40 imputados, que fueron integrantes del poder judicial, ejército, fuerza aérea y policía.
Enorme cantidad de gente rodeó el Palacio Judicial. Mucha más gente que nunca, venidos de todas partes. El Gobierno Nacional, querellante en los Juicios, los funcionarios, la militancia de todo el país se hizo presente para ratificar su apoyo incondicional. En la entrada salón de actos cedido por la Corte Suprema de Mendoza, pancartas extendidas por los familiares de los procesados, insistían con el infundado pedido de “Libertad a los presos políticos”, con que además de intentar establecer una estrategia legal, estaban buscando instalar la perversión del lenguaje, torciendo e incluso invirtiendo el significado de cada palabra.
Los presos políticos, los desaparecidos, los sobrevivientes son nuestro dolor social permanente. No hay cinismo alguno que pueda confundir la memoria colectiva, ni artilugio que logre hacer pasar a un represor por un perseguido. Es el peso de sus actos. El la gravedad de los hechos. Es la magnitud del exterminio. Es la vergüenza. Es el vacío. Es la historia en común. Es el horror. La miseria humana. Es la necesidad y el derecho de todos (incluso de los perpetradores) que sean condenadas sus acciones criminales. 

Los ex magistrados sabían perfectamente quienes conformaban las patotas que secuestraban, torturaban, desaparecían, violaban y robaban chicos. Ellos sabían quienes eran, tenían comunicación permanente con ellos, trabajaban en un mismo sentido. Estaban de acuerdo.

Los ex jueces represores llegaron caminando a la primera audiencia del juicio (a excepción de Romano, esposado y ya no tan bronceado, y de Guzzo, que en estado de demencia senil fue apartado días antes y poco después murió).
Miret como de costumbre, estuvo de lo más llamativo marcando un estilo que mantuvo siempre. En la primera audiencia sacó de su bolsillo una cámara de fotos y disparó a la vista de todos. Hizo capturas del público, de la querella, los fiscales y los jueces. El titular de la Procuraduría de Delitos de Lesa Humanidad, Jorge Auat señaló que el imputado estaba levando a cabo una acción intimidatoria. El tribunal lo reprendió. “Por favor Doctor Miret, guarde la cámara y no lo haga más”. Miret se guardó en el bolsillo la cámara con las fotos, sonrío y siguió la audiencia.
En otra oportunidad se levantó del banquillo, atravesó de la sala y se fue, sin avisar ni pedir permiso. Nadie le dijo nada. Así lo hizo a partir de entonces, cada vez que le dio ganas, como una muestra de poder fáctico.      

Llevamos más de dos años y medio de debate legal. Cientos de testigos y pruebas en un mismo sentido afirman que los ex jueces fueron y siguen siendo, mucho más que cómplices, eran parte necesaria del engranaje represivo. Sabían dónde estaban los desaparecidos y quienes integraban los grupos de tareas. Sabían perfectamente lo que estaba pasando, no hicieron nada para impedir lo que estaba ocurriendo. Coincidencia ideológica. Estaban de acuerdo y por eso eran parte del plan criminal.

Los integrantes de la justicia federal en Mendoza estaban profundamente compenetrados con la represión y sus postulados. Fueron además activos y diligentes en la aplicación de lo que llamaban “régimen antisubversivo”.

Miret, Romano, Petra Recabarren, Carrizo, Guzzo y otros, desplegaron medidas de prueba infinitas, para perseguir y reprimir a los opositores políticos. Libraron ordenes de captura, dispusieron allanamientos, avalaron los secuestros, convalidaron las declaraciones tomadas bajo tortura, y en contraste con esa intensa actividad persiguiendo presos políticos, cuando alguien denunciaba el secuestro de un familiar, la justicia federal por el contrario, no disponía ninguna medida. Nada.

Lo que establecieron los jueces de la dictadura, fue una zona liberada que permitió a las fuerzas represivas llevar a cabo  los secuestros, torturas, homicidios, desapariciones, apropiación de niños, violaciones y saqueos…
Aquellos delitos no serían investigados y esa fue la decisión tomada por quienes están siendo juzgados actualmente. 

Por otorgar impunidad, por permitir hechos criminales, por liberar la zona jurisdiccional, evitando y obstruyendo toda investigación. En definitiva, por garantizar impunidad.  Sin ellos, sin su aporte, muchos de los operativos desplegados por las fuerzas represivas se hubiesen frustrado.

Desde el inicio del juicio a los ex jueces de Mendoza, hasta la actualidad, hubo otras dos condenas a funcionarios judiciales: al ex juez federal de La Rioja, Roberto Catalán y al ex juez de menores de Santa Fe, Luis María Vera Candioti.

Hoy a punto de finalizar la etapa de alegatos, vendrán las réplicas, dúplicas, súplicas, pedidos de condenas, palabras finales, y entonces llegarán las sentencias. Las audiencias salen a gotero. A Romano le acaban de otorgar el beneficio de la prisión domiciliaria (a Etchecolatz y muchos otros represores en todo el país, también).

Sabemos que apuestan a una salida política. Incluso desde antes que el actual gobierno se perfilase como posible, y ganasen las elecciones y dijesen lo del curro de los Derechos Humanos, la mentira de los 30mil; desde antes de que nombraran una corte de apellidos genocidas y que otorgaran a las fuerzas armadas la potestad del autogobierno descontrolado; desde mucho antes de que desfilaran los genocidas como héroes de la patria, desde antes de los pedidos de amnistía y reconciliación de los editoriales diarios, los criminales de Lesa tienen sus esperanzas puestas en la posibilidad de articular un acuerdo político que les permita salir por la tangente, romper la ecuación, el equilibrio de la balanza.

Sabemos que no hay monstruos, ni actos inhumanos. Solo hay personas capaces de hacer cosas monstruosas. 

Sabemos la espera, la esperanza.
El viento en contra. Los ojos tabicados.
Sabemos la injusticia demasiado.

El genocidio queda inscripto como herida permanente en la historia de la humanidad. 

Estos hombres son culpables. Esperamos Justicia. Porque el exterminio implica un daño irreparable, pero la impunidad es otra cosa. Un mal que es necesario remediar, aunque hayan pasado 35, 40 o mil años. 

Porque Justicia no es victoria, sino apenas desagravio.

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