21 enero 2018

Secreto

 

SECRETO

Santiago vive en Córdoba y tiene un hijo muy parecido a él.

Recuerdo cuando llegó a la familia. Fue un acontecimiento particular. Imposible olvidar.

Nada apasionaba a mi madre, ella nunca estaba alegre. No cocinaba, no bailaba, no cantaba ni se vestía para la ocasión. Cualquier cosa que rompiera la rutina era un llamado de atención.

Ese día me di cuenta de que algo pasaba, porque ella se había arreglado y a mí también. Me puso colonia, los zapatos de salir y una falda elegante. Me tironeó del pelo más de lo habitual y me lo ató con las gomitas ajustadas. Sin lugar a dudas algo memorable estaba por ocurrir, por eso no me quejé de nada. Abrí grandes los ojos, los oídos, cada uno de mis poros y esperé en silencio hasta saber.

Vamos a visitar a la tía, que tuvo un bebé. ¿Lo querés conocer?

Era tan extraño ver así de entusiasmada a mamá, que lo que estaba diciendo tardó en llegar. Me distrajo la cercanía de su máscara oculta. El latido de adrenalina en esos ojos saltones, extraordinariamente abiertos.

La tía tuvo un bebé. Las palabras excitadas volvían en un eco. Eso era raro también. La tía no había estado embarazada. Estaba segura. Vivíamos a pocas cuadras, íbamos todo el tiempo de visita. Ella era muy linda, delgada, pelirroja y siempre alegre. Su marido era médico, usaba barba y era un hombre callado. Tenían un perro grande, un gato anaranjado y ningún bebé en la panza.

No entendí lo que pasaba y no sé si llegué a preguntar, o si la respuesta se anticipó. Mi madre prendió un cigarrillo y entonces dijo todo junto, lo del secreto y lo de la adopción. Mientras hablaba, la nube de humo salía lento a través de la boca en movimiento, desde el fondo del volcán de su garganta.

Esto no se lo podemos contar a nadie, decía mientras me acomodaba los botones del abrigo para salir. Cuando callaba, el humo se le escapaba por la nariz y la bruma tejía una mantilla volátil que le cubría toda la cara, le hacía entrecerrar los ojos y no la dejaba ver.

Madre es quien te quiere, quien te cría, decía y tosía y seguía hablando de lo difícil que era hacer una adopción, con tantos papeleos, una cosa interminable, imposible. Decía. Pausaba. Inhalaba. Exhalaba. La brasa era hipnótica cuando el rojo se volvía más intenso.

A este bebé la mamá no quería tenerlo. No tenía cómo mantenerlo. No podía. La tía ayudó. ¿Entendés? Vos solo tenés que saber que nadie lo tiene que saber. No lo debés contar. ¿Te vas a acordar? Imaginate que nos encariñamos con el bebé y después vienen y se lo llevan. Se pondría muy triste la tía, ¿no?

Tenía mucho pelo, la piel trigueña y los ojos verdes, ese bebé.

La tía lo exhibía orgullosa, con gestos ampulosos y teatrales. Ella era así, un poco exagerada. Divertida. Había tenido ese bebé enorme, que sonreía despierto, distinto de todos lo demás.

Cuando le acaricié la mano me agarró el dedo con fuerza.

No parecía un recién nacido, aunque yo no sabia mucho de recién nacidos.

Uno de sus ojos tenía la mirada extraviada.

Fue instantáneo encariñarse, quererlo.

Guardar adentro las preguntas.

Hacer mío el secreto. Encarnarlo. Temer perderlo.

Nadie iba a llevarse a ese bebé, que ya era nuestro.

 

Ángela Urondo Raboy es poeta.

14 enero 2018

NADAR

 

NADAR

Hoy es un gran día, dicen todos en casa, en el micro, en la escuela. ¿Te gusta el agua? ¿Trajiste tu mallita, las ojotas, el gorro, la toalla? ¿Alguna vez fuiste a la pileta? ¿Sabés nadar?

No hay que tener miedo. Es solamente agua, dicen en el patio, en la sala, en el micro, en el vestuario del club. Solo salpica pero no duele, ¿ves? Dejá la toalla y vení, ¿no te querés tirar?

En la pileta climatizada no hay aire, es otra cosa lo que se respira. Algo espeso. Vapor de agua en los pulmones. Calor adentro y afuera. La goma en la cabeza.

¿Ves que es divertido? Dice un profe, dos profes, tres profes. Todos los profes. La jefa de los profes. Los chicos juegan. ¿Ves qué divertido? Vení, no seas miedosa. Te va a gustar.

Sólo los pies. Si te da miedo saltar, podés elegir la escalera. Nadie te va a salpicar, pero ¿viste que no hace nada? El agua no duele, dicen. Se ríen y de sus bocas sale vapor caliente.

Son como la pava del desayuno. Esa mañana había tomado la leche, aunque la odiaba y si la había tomado era porque al menos estaba fría, pero eso ahora estaba cambiando.

El gorro de baño ajustado, no te lo podés quitar. La cinta apretada debajo del cuello. Que no se salga el cabello, que no está permitido, es peligroso para el sistema de limpieza de la pileta.

El pelo bien guardado, contenido. No hay escondite. La tira de la gorra hundida en la garganta cerrada. La cabeza separada del cuerpo. Los cachetes ardiendo en sofoco.

Vamos a entrar juntas, dice la más vieja de las profes cuando todos los demás ya dejaron de intentarlo. Vamos a ir al agua. No va a pasar nada. Dame la mano, vení. No te lo vas a perder.

Los chicos la pasan bien. Gorda maricona, dicen. Inflando los cachetes. Se ríen y la pasan bien. Es divertida la pile, dice la profe, ya vas a ver. Todos los chicos la pasan bien, sí.

Los otros chicos no se ahogan. No se mueren de vergüenza. Se ríen con entusiasmo y meten la cabeza debajo del agua. Se llenan la boca y salen escupiendo. Gotas cristalinas.

El resplandor flota como una mantilla de lentejuelas sobre la superficie del agua. El griterío. El calor encerrado en la bolsa. Ese vientre falso del que quisiera emerger.

Vamos. Un pie y después el otro. Se traza un camino mental de salida, mientras que los pies  avanzan en el sentido contrario. Al agua. Hoy es un gran día, repiten

La cabeza comprimida en la cápsula gomosa. El ruido lejos. El mareo. El sofoco. El agua brilla. Chocolatada en la garganta. Va llena, dicen. Y se rien con el dedo en punta.

Al acercarse al borde, el agua pierde toda su magia luminosa. Se puede ver la pintura en el fondo, la mugre, la marca de los andariveles. Es solo agua, dicen todos. Divertido. Dale, tocala.

El agua es tibia como la sopa. Los pies son dos barcos que flotan entre las olas de un mar bravo. Hubiese querido ver esa agua quieta, en silencio, para ver esa agua en paz.

Hubiese querido ver entera la imagen que fragmentan las olas. Poder flotar, o hundirse sola, como en los sueños, para no ahogarse en el propio pesar, en los espejos rotos.

Porque no se trata del agua, ni de la asfixia, ni de la desnudez, ni de los dedos que señalan. Lo que ahoga está en otra parte. Un miedo absurdo, que no se sabe de dónde viene.

Un coraje absurdo que no se sabe adónde va. De pie cuando nadie mira. Primer escalón, agua a los tobillos. Segundo escalón, sobre las rodillas. Tercer escalón, el abismo.

El vértigo de ser tragada hasta la cintura. El frío escalando la espalda. El ardor que desaparece y la mano extendida que dice: vení, no pasa nada, es solo agua.

Las manos se amarran y los pies sueltan el punto de apoyo. En la primera vuelta el agua aparece suave por dentro. No hiere como cuando salpica.

Es una caricia fresca que no duele. Algo agradable. Como un recuerdo lejano que vuelve renovado, atravesando el cuerpo. Cambiando la piel.

El cuerpo relajado se distiende y alarga desde los brazos. La cabeza tiende hacia atrás su imaginario cabello. Solo queda el sonido de la respiración profunda y el tambor que ya late suave.

Una sola palabra puede ser suficiente para romper el hechizo del disfrute. Es lógico que la magia se deshaga en el medio de la pileta, lejos de todos los bordes, sin escalera.

El paseo feliz acaba en contracción, cuando la mujer dice: ahora la cabeza. Eso no era parte del trato. El agua puede querer entrar por los oídos, los ojos, la nariz.

Palabras mudas no quieren salir de la garganta. ¿Ves qué rica la leche? Y ahora la cabeza que no duele. El cuello atorado traiciona un socorro.

Los pies perdidos. El cuerpo desarmado. Ya no hay sirenas ni delfines. Manos firmes remolcan un cuerpo agarrotado como chatarra, mientras una voz lejana repite que todo va a estar bien.

El aire no entra ni sale. Algo va a explotar. Los ojos no alcanzan a asirse del techo engomado de la pileta. Ahora la cabeza. La mano tironea hacia abajo.

Silencio. Los ojos apretados. El aire que no entra ni sale. El agua que presiona con fuerza desde los oídos hacia adentro. Algo se enciende. Vienen las primeras imágenes.

Una mano enorme sujeta la cabeza hacia abajo por la nuca. El cuello doblado. El mentón golpeando contra el borde de plástico blanco. Los ojos abiertos no pueden ver nada en el agua.

Una mano la saca. Emerge al aire. Inhala la boca abierta y otra vez, abajo. Burbujas. ¿Ves qué divertido? La cabeza ahogada. Los brazos inútiles. El cuerpo retenido.

Una pierna por acá, otra pierna por allá. Todo suelto, fuera de control. La voluntad vencida. Sometimiento acuoso. Hoy va a ser un día especial, un gran día. Te va a gustar.

A todos los chicos les gusta el agua. Podés ser normal. Ahora la cabeza. No respires. El agua cuela por debajo de la goma y moja el pelo apelmazado en sudor.

La concentración se fija en los intervalos para respirar. La mano sujeta. Mete y saca del agua. Nada más duele. Nada está donde estaba. Ya no hay más pileta ni niños.

Voces de hombres apuntan y se ríen. Hacen ruido. Se divierten. La cabeza vuelve al agua. La mano firme. La gorra. El chocolate revuelto en la leche. El grito guardado.

Sofoco.

 

Ángela Urondo Raboy es poeta.