16 diciembre 2018

Un Beso

 

UN BESO

Si me das un beso te regalo una muñeca tan grande como vos


Su voz en la oscuridad de la habitación sonó completamente desconocida. Abrí grandes los ojos. Creía que si lo veía reconocería a mi primo mayor. Busqué en ese vacío un brillo, una mancha en movimiento, pero no, nada. De lo invisible salía la voz.

Una de las que hablan, te doy.

Pensé en la muñeca, en nuestros padres y en el beso. En eso que se iba haciendo lugar en el aire encerrado de la habitación.

Solo un beso y te regalo una tan grande como vos.

Era la necesidad desesperada de esa voz que ya no parecía la de Martín lo que me inquietaba. Era la voz del Lobo en cama de Abuelita. Era su olor, su jadeo al acecho en la espesura ciega del bosque. Intenté hacer silencio, parecer dormida. No lograba aquietar el pecho, no podía callar los latidos, ni el sonido de mi respiración.

No tiene nada de malo, nada más un beso y te doy la muñeca más linda del mundo. Una que acá no existe. Todas tus amigas la van a querer usar.

Era cierto, no había nada de malo en dar un beso, especialmente a alguien de la familia. Si nos saludábamos siempre con un beso. Sin embargo, la piel ardida de vergüenza, como cuando un chiste no se entiende. Esa curiosidad. No, no era por la muñeca. Era la cercanía, la posibilidad de ayudarlo para que vuelva a ser el de antes, el de siempre. Nada de malo, solo un beso para romper el hechizo y acabar con la incomodidad.

En cuanto lo pensé, fue como si hubiera accedido. No hubo opción. Las manos llegaron por debajo de las sábanas y entraron por el camisón. El cuerpo pesado me fue aplastando hasta quitarme todo el aire y cortar la respiración. Entonces la voz ordenó:

Tenés que darme un beso ahora.

Mi boca se frunció obediente en un pico cerrado, capullo de inocencia y aunque no veía nada, cerré los ojos, entregada, lista para descubrir la verdad de aquellos besos mágicos de los cuentos de hadas, capaces de convertir sapos en príncipes o revivirnos de la muerte. El beso como cura. Un beso suave. Puro. Aireado. Un beso salvador.

No esperaba que existiera algo más.

De pronto la boca se llenó de gusanos. Recordé entonces el primer día en el mar. La fuerza de las olas, la espuma en la rompiente, el cuerpo revuelto. La sal, la piel raspada en la arena. Pensé en los pulpos con sus tentáculos y ventosas y en las gaviotas cuando se zambullen al agua para capturar a sus presas sin siquiera dejar de volar. Vinieron entonces las sombras del viento cuando arrastra la tormenta. El frío del agua que cae y no deja parpadear. Las pestañas de las muñecas cerrándose al acostarlas. Los caracoles del jardín de los abuelos. El cielo abierto, como una boca húmeda, tragándose todo.

Era un beso, nada más.

Después todo siguió igual, pero distinto.

Guardé el secreto junto a las muñecas y ya no quise jugar más.

15 diciembre 2018

Buenas practicas comunicacionales en casos de restitución de identidades

En 2018 en la Universidad Nacional de Quilmes iniciamos un proyecto que busca promover buenas prácticas periodísticas en la cobertura de casos de restitución de identidades robadas por el terrorismo de Estado.

Los distintos capítulos de este libro/manual repasan la historia de ese delito de lesa humanidad y los actores involucrados –tanto en su comisión como en la búsqueda de justicia–, las estrategias comunicacionales de Abuelas de Plaza de Mayo, las lógicas de la noticia en la prensa y en las redes sociales, las implicancias éticas y las posibles afectaciones a los procesos judiciales. Concluye con una parte propositiva: plantea una forma posible de abordaje y sugiere líneas de trabajo para profundizar las coberturas periodísticas, ya que “la restitución no termina con la conferencia de prensa”.

A modo de síntesis, el libro incluye una serie de recomendaciones para las buenas prácticas comunicacionales, construidas como insumo de trabajo en los talleres que promovemos con periodistas y estudiantes de comunicación.

Click aquí para descargar 

http://comunicacionparticipacionciudadania.web.unq.edu.ar/2019/12/12/el-rol-del-periodismo-en-la-restitucion-de-identidades/

18 noviembre 2018

Sin Pasar

 

SIN PASAR

En estado de suspenso senti mental

No puedo calcular

el tiempo que llevo

en estado de suspenso

senti mental.

Días sin dormir

alternados

con momentos huecos

en que no puedo

hacer otra cosa.

El tiempo no pasa

cuando no pasa nada

de lo que deseaba.

Repaso

lo que pasaba

y dejó de pasar.

Llevo tantas horas

en la misma posición

que parece siempre

la misma hora

entumecida.

Una sola hora

atascada

convertida en estado

de espera irresuelta,

medida

de tiempo eterna

que llega

desde otro lado.

Es sabido

que no hace bien

revolver esta herida,

escarbar

el filo de la cuchara

en la pérdida.

Ese estado

tan propio, tan mío

tan pesado.

Soy eso.

Algo de mí

está en juego

una vez más.

Vuelve el pasado

pendiente

pero estoy cansada

y el mundo me alarma

si no hay refugio posible

para el regocijo del alma.

Ya no tengo paciencia

para la resignación o la calma,

este sistema de paréntesis

me deja paralizada.

Días así,

en carne viva,

viendo mi herida

sin anestesia

en la pantalla

tu nombre en silencio.

La ausencia

que acariciamos,

este juego que

venimos perdiendo.

Desaparecer

me obliga también

aunque no quiero,

no puedo elegir

no sé dejar

el rol eterno

de esperar

lo imposible

sin expectativa,

sin esperanza.

Este no lugar.

Esperar

en estado latente,

como respirar

esta tortura.

Esperar

hasta olvidar

qué es

lo que estaba esperando.

Esperar

hasta recordar

que todas las pérdidas

son la misma,

permanente,

sostenida en el tiempo,

como los días

atravesados

por esta sensación,

este re sentimiento.

Un re sonar

de sentidos

en suspenso,

como un puente

sin tiempo.


Sin pasar.


05 agosto 2018

LA BUENA LECHE

 

LA BUENA LECHE

 

Tenía un camisón nuevo que había llevado, pero no me entraba de lo enormes que tenía las tetas. Así, como dos sandías parecían, era una cosa impresionante.

Ya cuando tuve a mi primera hija había tenido muchísima leche, así que cuando fui a tener al segundo bebé las enfermeras se acordaban y en seguida me vinieron a hablar. En aquel tiempo era muy común. Se compartía la buena leche. En el hospital había un banco pero a veces no daba abasto, y como yo tenía de sobra, me vinieron a pedir.

Primero para unas bebés mellizas, que habían nacido prematuras. Eran muy chiquititas, aunque estaban bien formaditas, lindas, ya no se parecían a un feto. La familia tenía otras hijas más grandes y esperaban algún varón. En aquella época no se podía saber nada del sexo del bebé mientras estabas embarazada, así que cuando nacieron recién se enteraron. El padre salió a las puteadas al ver que eran dos nenas más. A la mujer entonces le dio tal disgusto que se le cortó la leche y no las pudo amamantar. Yo les di.

Después me vinieron a pedir para otro bebé que tenía muchos problemas de salud. No sé cuantas cosas tenía, un pobre chico con muchísimas dificultades, esto y aquello me dijo la enfermera y yo le di y le seguí dando durante mucho tiempo. No lo conocí a ese bebé, pero lo que sí me acuerdo es que era hijo de un militar. Yo me sacaba la leche que me explotaba de las tetas y la ponía en unas botellitas de vidrio que tenía ahí, siempre esterilizadas, y las guardaba en el refrigerador. Todos los días a las 8 de la mañana las pasaba a buscar un oficial del ejército. Un muchacho joven, que venía con un camioncito verde hasta la puerta de mi casa para llevarse las botellitas.

¡Tanto tiempo pasado! Ya está… o ya fue, como se dice ahora. Aunque a veces me pregunto qué habrá sido de esos chicos. Pasaron tantos años, anda a saber qué serán, ¿verdad? Una siempre quiere pensar cosas buenas, ¿no?, que de un acto solidario de amor nada puede salir mal.

Pero es curioso, porque el día que leí en el diario lo del enfrentamiento tuve esa sensación tan extraña. Dicen que los mamíferos pueden reconocer a la madre por el olor de la leche, pero yo en cambio reconocí a mi hija. No la nombraban en ninguna parte pero yo supe al instante que los milicos lo habían hecho, y que ella no estaba más. 25 años después de haberla parido, volví a sentir ese olor inconfundible y profundo de la propia leche emanando del cuerpo. Volví a ver el camioncito del ejército parado en la puerta de casa. La sonrisa del oficial.

29 julio 2018

Celeste

 

CELESTE

 

Estábamos jugando en la vereda cuando llegaron. Eran un montón de hombres, aunque no puedo decir hombres, porque para mi eran robots gigantes. Llegaron en silencio. O yo no escuché nada. O pensé que era otra cosa. Había sol y estábamos dándole el mate cocido con bizcochos a las muñecas, ni nos enteramos de lo que pasaba. O yo no me di cuenta. O fue tan grande la sorpresa que no sé todo lo que pensé. Aparecieron de golpe y me quedé quieta del susto. Cuando nos dimos cuenta ya estaban por todas partes, en los árboles y en los techos de todas las casas de la cuadra, cerrando el paso en las esquinas, como una invasión. Tenían una ropa especial, como con escudos y unos cascos brillantes que les tapaban las caras. Hacían alrededor el ruido de muchas radios rotas. A la radio de mi abuela en la cocina a veces le pasaba eso y cuando venía ese ruido, ella despacito y con paciencia movía la perilla hasta volver a encontrar la canción que lograba calmar ese ruido fatal.

Celeste clarito era el color de mi casa. Era de material y por eso era más calentita. La hicieron mi papá con mi tío y mi abuelo cuando yo todavía no había nacido. Antes siempre era gris, yo me acordaba de eso. La había pintado mamá hacia poquito con una escalera altísima. Cuando pintaba me decía que me salga de ahí abajo para no mancharme, pero a mí me encantaba mirarla desde ese lugar, se veía tan grande y tan contenta pintando la casa, con todo el sol iluminándola. Celeste clarito era el color de mi casa, un poco más claro que ese cielo que se abría sobre su pelo marrón brillante casi anaranjado.

Parecía otra casa, esa casa, mi casa. Se veía chiquitita ese día con el ejército de robots parados arriba del techo. Eran como insectos monstruosos. Manchas negras moviéndose a gran velocidad.

Bajaron por las paredes colgados de sogas. Me quedé viendo en silencio a esos hombre-araña, como si estuviera lejos de ahí. Me preocupaba por las marcas de las patas que podían quedar en la pintura, mientras veía cómo pateaban la puerta de madera hasta tirarla abajo, deshecha, reventada y todo eso que estaba ocurriendo se volvía una postal definitiva y los insectos entraban en el cuerpo de mi hogar.

No entendí lo que pasó. Me di cuenta del peligro, pero no pude asustarme. No me pasaba nada en el cuerpo. Era como si no estuviera. Me había ido. Como si no creyera lo que estaba pasando. Como si yo ya no fuera yo. Supe que algo estaba roto. O que ya no había ningún lado, ni vuelta atrás.

No sé quién me sacó de ahí. Fue un tirón, como si me hubieran soplado desde adentro de la casa de mi amiga y cerrado la puerta. Fue todo tan rápido que no pudimos ni agarrar las muñecas. Quedaron ahí afuera, sentadas con el mate cocido humeante sobre la mesita, como si nada pasara. Las vi por los huequitos entre las maderas y quise salir a buscarlas, pero no me dejaron. Adentro de la casa, todos estaban de una manera muy rara, acostados debajo de los muebles, con los brazos agarrados a las cabezas y hasta la bisabuela, que tenía como 100 años estaba en el suelo. “Agachate, agachate", decían todos y a mí se me subían los hombros sin entender por qué. Fue solo un momento y entonces no vi quién, pero alguien se me tiró encima y me aplastó con todo el peso del cuerpo en el suelo. Una voz de mujer repetía en susurro “ya va a pasar, ya va a pasar la balacera”, y fue entonces que registré esa palabra y aunque no veía nada, pude ver las balas en la acera. Recién entonces escuché sonidos: las explosiones, los vidrios rotos, los gritos. Hacia calor. El cuerpo que me aplastaba tenía un olor raro, como de mocos mezclados con hierro. Algo gomoso y metálico. Un olor que no volví a sentir jamás, pero que tampoco pude olvidar.

El suelo estaba cubierto de un plástico engomado, color cremoso clarito, con pedacitos rojos, trocitos transparentes y brillitos dorados derretidos dentro. No lo había visto nunca de cerca. Era realmente hermoso. Nunca lo volví a ver. No pude volver a esa casa. Al otro día me llevaron a otra parte. Un lugar que prefiero olvidar.

01 julio 2018

Chechu. El vacío

 

EL VACÍO

Yo. Vos Mamá, papá. Hija. Verdad. Amor. Vacío. No son solamente palabras


—Tenés que conocer a Chechu. Está en la terraza, subí.

Entre plantas autoflorecientes y cajones de cerveza, saludo a la chica que en un solo gesto me convida abrazo, beso, una pitada y la sonrisa grandota toda generosa. Tiene los ojos brillantes y diminutos. Mientras sonríe, sus ojos dicen otra cosa.

También sonrío. Conozco esa forma de sonrisa escudera. Armadura vital. Colchón de espuma que pretende amortiguar el impacto de lo que se porta, de lo que se está por contar. La sonrisa anestesia, es la antesala de lo que dirá.

—Soy apropiadaNo sé quién soy en realidad.

Sus palabras son materia sólida, gruesa, invisible, que le desborda la boca. La sonrisa se quiere estirar al infinito, pero no alcanza a contener la presión, la expresión, la explosión que genera una verdad como esta cuando se libera.

La presentación es una trompada sin preámbulo que me cabe entera.

Sonrisa intacta, ambas. La veo y me veo reflejada en ella.

Silban los oídos. Aúllan. Mareo, marea.

—¿Cómo es eso?, pregunto.

Soy adoptada ilegalmente. Me lo contaron mis viejos. 

Se frena al nombrarlos. Desaparece la sonrisa y cambia la cara, los ojos se miran entonces la punta de la nariz.

—Apropiadores, debiera decir.

Puede ser, claro. ¿Es posible acaso encontrar una forma correcta de nombrar las cosas, cuando es el propio nombre lo que se ha mal nombrado, o se sigue mal diciendo?

Los viejos. Los apropiadores. Los que la criaron, la vistieron y alimentaron. Quienes le mintieron. Quienes le enseñaron las palabras y los silencios. Los mismos que le impusieron un nombre y anularon lo verdadero. Ellos, que le torcieron la cabeza ante el poder vertical, vinieron a decirle hace no tanto lo de la adopción falsa.

De ahí los pocos datos que hay. Un tío militar. Un médico en Chascomús. No mucho más. Un vínculo ilegal que no está inscripto en ninguna parte.

El vacío. Una historia que ahora es tuya. Hace lo que puedas, tomá.

Voces sin gravedad. Sin cuidado, sin compromiso, sin piedad. La charla alivianada. Palabras impunes. Un lindo paquete, con papel de regalo y moño. Toneladas de mierda que no sabemos dónde ubicar. Detrás de la sonrisa, quizás.

Desde entonces ha recorrido todos los caminos, desde Abuelas a la CONADI, y de ahí a la fiscalía especializada en delitos contra la identidad. Dejó su muestra de sangre en el banco nacional de datos genéticos para el cotejo. Espero y esperó, un resultado que hasta ahora es negativo. Pero, ¿acaso eso quiere decir que no? Claro que no. Sabemos que no significa eso. Los análisis genéticos son certeros al 99,9 % en casos afirmativos, pero los negativos nunca pueden ser resultados definitivos, justamente porque el banco de datos es incompleto, guarda solamente el ADN de aquellas familias que pudieron iniciar una búsqueda.

¿Y si no quedó nadie que pudiera buscar?

¿Qué pasa con aquellos en los que se instaló el terror, que no pudieron salir, que el miedo los venció? ¿Qué ocurre con las familias que fueron por completo aniquiladas, donde no ha quedado ni uno solo ser vivo y no hay muestra genética de nadie con quien comparar? ¿Qué hay de aquellos que no supieron que su familiar estaba gestando al momento de desaparecer? ¿Qué ocurre con las adopciones que se tramitaron como legales?

Mi caso, por ejemplo, estuvo por fuera del rango de búsqueda de las Abuelas y no hubo un expediente ni una ficha por tratarse de una situación intrafamiliar. Sabiendo que debe haber muchos casos más de chicos apropiados durante la dictadura que no podemos comprobar, ¿podemos descartar entonces la posibilidad de que esta persona sea hija de desaparecidos? ¿Y si no lo fuera, acaso el Estado no es cómplice de todos modos del falseamiento de su identidad?

Yo me quedo clavada en el tiempo presente de su ser. Soy apropiada”, dijo y tiene razón.

Es ahora, es todo el tiempo la inquietud que punza sobre el origen. Ser apropiada es estar significada desde el error inducido en la lengua.

Yo. Vos. Mamá, papá. Hija. No son solamente palabras. Son mandatos.

La apropiación es un hecho constante, una incógnita que se extiende mientras se mantienen faltantes aquellos elementos fundamentales donde basar la identidad. El apellido trucho no deja de ser un recordatorio. La aceptación de lo ilegítimo. Un premio a la impunidad.

Las preguntas se abren, se ramifican y casi no hay respuestas.

¿Quién soy? ¿Quién sos? Nadie es nadie. ¿Quién es quién?

¿Es lo mismo ser que estar? ¿Anclarse a una identidad falsa para hundirse en ella, o trascenderla? ¿Se pueden romper a través del lenguaje con los mandatos de crianza? ¿Renombrar es resignificar? ¿Hasta dónde se puede llevar un nombre falso? ¿De qué manera la huella de un delito puede constituir parte de la identidad? ¿Puede una persona quedar atada para siempre a una filiación mentirosa e ilegal? ¿Y si no hay una familia a la que restituirse? ¿Cómo se constituye la identidad cuando no se sabe nada del origen? ¿Cómo debiera llamarse, si sabemos que su nombre está mal? ¿Cómo desaprender la lección equivocada para encontrar la propia forma de decir quién soy? ¿Podría uno mismo decidir cómo se va a llamar? ¿En que momento empieza una persona a des-apropiarse? Saberse apropiada, ¿es parte del encierro o del camino en libertad?

Yo también decía mis viejos y les renovaba contrato sobre roles usurpados. Recuerdo la incomodidad pujante de no saber como nombrarlos, y el alivio al final, cuando decidí no llamarlos más.

Yo. Vos.

Mamá, papá.

Hija.

Verdad. Amor.

Vacío.

No son solamente palabras.

 

 

  • La imagen principal pertenece a Pablo Picasso, "Maternidad"

06 mayo 2018

La Espera

 

LA ESPERA

Quisiera salir volando en un cohete a la luna, irme lejos de esta realidad

 

Mi turno es a las 9 30Llego a las 9 porque sé que, mas allá del horario que diga el turno telefónico, reasignan los puestos de acuerdo al orden de llegada. Me levanté a las 6, viajé más de dos horas. Hay tres personas esperando antes que yo, dos chicas y un varón. Los médicos no vendrán hasta pasado el medio día tarde, cuando las enfermeros y los secretarias hayan partido para sus casas. Siempre habrá algún recién llegado que no lo sepa y se ponga a quejarse, nervioso. Los pacientes entrarán una y otra vez en las mismas conversaciones estancas, donde los únicos puntos en común serán las dolencias, los recorridos médicos, tratamientos y derivaciones colaterales. Conversar para matar el tiempo o para dejarse matar en la eternidad del tiempo latente de la espera, hasta que no quede más qué decir, ni ganas de escuchar. El chico es un gay conservador de manual, una de las chicas es adicta recuperada y a la otra la contagió su ex. No participo de la conversación, me quedo callada, aunque quisiera no puedo dejar de escuchar. Tengo un libro, pero es imposible concentrarme. Ahora es fácil, tres pastillitas y a otra cosa. Antes la gente se moría de verdad. Aquí los médicos son buenos, los mejores del mundo, pero hay que saberlo: tardan en llegar.

A la mañana hay movimiento constante en el hospital. Toda la gente es distinta pero al rato todos parecen iguales. Circulan como una gran masa humana coordinada. Pasan de largo con sus estudios de laboratorio, sus piernas rotas, barbijos, sueritos, muletas, amuletos y recetas para autorizar. Bailan hasta perderse por los pasillos acelerados, cada cual a su lugar. A veces me llama la atención alguno y lo sigo con la mirada hasta el final. Imagino su historia, le invento un contexto, de acuerdo a lo poco que veo, gestos corporales, vestimenta, el modo de moverse, la forma de actuar.

Sin embargo los segundos pesan más que las paredes de cemento en esta mole hospitalaria. Las agujas del reloj no se mueven. Hay que ser paciente y saber esperar. El tiempo a veces es una cosa blanda y elástica, que se estira como queso caliente y no se termina de cortar. El momento estático, contenido y quieto, se aferra a un presente que no quiere soltar.

Voy a comprar una gaseosa, doy aviso. ¿Nadie necesita algo de afuera? Voy a bajar. Mi cuerpo, a falta de alimento pide un poco de azúcar y estirar las piernas, aunque sea una vuelta manzana y volver a esperar. Tengo poco dinero, es lo único que voy a poder comprar. Bajo la escalera y al salir la luz encandila, tengo los ojos cansados del encierro y la mente confundida con sensación de nocturnidad. Cruzo al parque pero no me gusta ese lugar. Años atrás me encontraron fumando y me quisieron arrestar. Me tuve que tragar la prueba y argumentar que era medicinal. Nunca más me he sentido segura en esa plaza. Doy una vuelta rápida y me voy. Afuera hace calor, adentro estaba mejor. Quizás llegan los doctores y si no estoy puedo perder mi turno. Estoy atada, vuelvo a entrar.

En el servicio no hay novedades. sobre uno de los bancos de madera, con una mochila de almohada, una de las chicas duerme en posición fetal. La otra camina en círculos y el de allá, mantiene desde hace rato la mirada perdida en la pared con la mancha de humedad.

A mí a veces se me da por contar baldosas. O personas. O colores. Yo cuento la cantidad de gente que conocí a lo largo de los 25 años que hace que me atiendo acá. Cuento los muertos y también las horas muertas, acumuladas, de espera en esta sala. Cuento la cantidad de pastillas que he ingerido. Los metros recorridos en estos pasillos. Cuento las estadísticas que hemos roto. Cuento cada día ganado de vida. Cuento con los pocos que cuento para todo esto.

Pienso en el tiempo, como un precio que estoy obligada a pagar.

A veces parece un castigo, a veces pienso que es tiempo invertido.

El que espera no desespera y cuando se espera no se es manzana, ni nada más.

Pasado el medio día baja el murmullo, la circulación humana empieza a menguar. Como si el corazón del hospital comenzara a bombear más lento. El personal de seguridad en la puerta se relaja, toman mate mientras una ojea una revista y el otro bosteza mirando su celular. Mi bebida cola ya se puso caliente, es un jarabe que tomo de a sorbitos, tiene que durar. Leo un rato. Se me caen los ojos. Ruedan por el suelo. Se me cae la cabeza entera y en el vértigo despierto. Me estoy quedando dormida sentada. Guardo el libro. Me pesa el cuerpo. Quiero dejarme ir, olvidar. Me falta una manta. Una canción de cuna. Un abrazo. Algo que pueda reconfortar.

Me quedo quieta hasta que las ganas de hacer pis me pinchan la panza. Tardo un rato en juntar fuerzas para moverme. En el primer piso hay un solo baño y queda justo en la otra punta de la planta. Hay que dar la vuelta entera, por cualquiera de los dos lados, para llegar. Voy a los tumbos, mareada de ensueño y de esa forma de depresión que me agarra ahí adentro. Quizás falte el aire en ese lugar, también puede pasar.

La puerta del baño esta cerrada, lo han clausurado y el de abajo también. Subo entonces por las escaleras del fondo, al lado de la guardia. Segundo, tercer piso, nada. Ningún baño habilitado. Este lugar inmenso vacío, sin un hueco donde mear, silencio hospitalario y nadie a quién preguntar. Toda esta área parece evacuada. Fuera del tiempo real. Los pasillos empiezan a convertirse en lugares increíbles. Una nave espacial. Un laberinto subterráneo. Una cárcel blindada de la que no se puede escapar. Estoy sola en esta parte del edificio. Escucho el eco de mis zapatos en las escaleras, sigo subiendo. No hay seres humanos en este lugar. Quizás por eso no haya baños. O tal vez fue la nevada mortal, Chernobyl era acá nomás. Soy la única persona viva sobre el planeta. Sobreviví a todo menos a la espera. Creo que estoy enloqueciendo. ¿En qué momento la realidad se empezó a desdibujar? ¿Deliro? ¿Cuando crucé el umbral?

Al llegar al cuarto piso aparece algo que realmente no entiendo y confirma lo peor: estoy viendo cosas que no pueden pasar. Hay un avión enorme adentro de mi hospital. Su cuerpo combado, las ventanillas. No veo las alas, pero sin dudas: es un avión. ¿Cómo llegó eso acá?, pienso mientras me acerco y aparecen ineludibles las imágenes de los aviones reventándose contra las Torres Gemelas, solo que aquí no hay humo, ni gente arrojándose por las ventanas, ni nada trágico. Total normalidad. Excepto por que hay un enorme fuselaje delante mío. Me asomo por las ventanillas redondeadas y a través del doble vidrio, veo en la panza del avión, todas sus butacas y los carteles de prohibido fumar. Sigo caminando hasta encontrar una puerta. Intento abrirla, pero esta cerrada. ¿Cómo llegué yo hasta acá? Un cartel indica que ahí se dictan clases del hospital escuela. Imagino a los alumnos, a los profesores y las azafatas, todos juntos. Parece una locura, pero no. Quizás sea una señal. Quisiera salir volando en un cohete a la luna, irme lejos de esta realidad. En el hospital no hay ningún baño, pero un avión es algo normal de encontrar. Cosas de la espera. Seguro que si lo cuento nadie me lo cree. Cuando venga el médico le voy a preguntar. Mejor voy volviendo, a ver si llega y no me atienden porque no estoy en mi lugar.

08 abril 2018

Supervivencia

 

SUPERVIVENCIA


Buenos días. Llaman para comunicar que el gobierno provincial, después de una pila de años de iniciado el trámite, me otorga la pensión que por ley corresponde como ex detenida desaparecida durante la dictadura. Bien. Mientras indican los pasos a seguir para obtener el alta, no puedo evitar pensar en cuánto ha costado demostrar, y que el Estado reconozca, que los niños también fuimos prisioneros políticos y no solamente un accesorio de nuestros padres en cautiverio. Que no hubo errores, que no hubo excesos, que la población infante era uno de los objetivos, que fuimos destinatarios directos de la violencia de Estado y a la vez utilizados como medios de diseminación del terror, a través de operaciones psicológicas y concretas,.

Necesitábamos de los otros para comprender las repeticiones de una historia inentendible. Para poner en palabras y en primera persona nuestras vidas. Para poder nombrar el daño impuesto como punto de fractura.  Para saber que no somos víctimas, pero sobrevivientes y para darnos cuenta de que no fueron hechos aislados de violencia absurda, sino mecanismos dentro de un plan sistemático de disciplinamiento del pueblo para llevar a cabo un saqueo económico feroz.

Me quedo en las miradas que se sostienen en momentos reveladores, en los pasos que van grabando este sendero, en el camino del reconocimiento colectivo. En el amor.

 La voz sigue dando indicaciones. Me distraje y no entiendo nada.

Recuerdo que era un cuartito azul, o verde claro, que quedaba arriba, donde estuve secuestrada. Había una sola puerta, una silla, un escritorio y no sé de dónde entraba la luz. Desde una claraboya perdida en la memoria vuelven a iluminarse sonidos, olores, texturas, sensaciones en carne viva.

No sé qué me dice. Le voy a tener que preguntar todo de nuevo, pero no interrumpo, dejo que continúe hasta el final. Tiempo. Lo personal es político y mi historia no es solo mía.Aparecen uno a uno los nombres de aquellos niños y niñas que encerraron y todos a los que se llevaron puestos. Aparecen también los sin nombre, todos aquellos que no tienen quien los mencione. Los niños anónimos, exterminados, de mi generación.

Me atraviesa la contradicción de recibir esta pensión de manos de un gobierno negacionista, capaz de relativizar constantemente el genocidio y llamar curro a los Derechos Humanos. Una gestión ejecutora del terror, con presos políticos y niños fusilados por la espalda, cuya plataforma electoral fue la represión a un hospital de salud mental.

Incomoda en algún lugar que no haya llegado antes con los compañeros, pero así son las cosas y aunque sean solo unos pesos, es un alivio en estos tiempos. Son años difíciles: inflación, poca guita, trabajo devaluado y los niños de ahora, que quieren comer todos los días, les crecen los pies y necesitan libros. Se superponen pensamientos y sentimientos. Alivio y pesar.

Hay algo en la voz del teléfono que me hace acordar a la escuela. Detesto el rigor de los trámites. Estoy por pedirle que me envíe todo por escrito, cuando la persona dice: “¡Ah! Casi me olvidaba, ¡algo muy importante! Para cobrar, nos tendrías que dar la supervivencia”.

¡¿La que?! “La supervivencia”. Entonces estallo de risa. ¿La supervivencia? ¡Es lo único que tengo! ¿Como le van a pedir a un sobreviviente, justamente la supervivencia?

Lo que digo no se entiende y la persona al teléfono me explica lo que ya sé: que es un tramite obligatorio en el que hay que demostrar que uno no se encuentra fallecido. Pregunto si con un llamado telefónico de “Hola estoy viva” no podría resolverse, pero no. Los papeles son los papeles. Burocracia que me revuelve las tripas.

¿Y me podrían decir donde tramitar la mal llamada supervivencia?  Muy sencillo: en cualquier registro civil. Pido la info por mail. Corto.

El tema de entregar la supervivencia pasa a ser un tema que me molesta. Una molestia sutil, como un zumbido, que va creciendo cuando en el registro civil me dicen que no, que ellos no hacen ese trámite. Fijate en el ANSES, turno para el mes siguiente. No, acá tampoco, la suya no es una pensión nacional, sale de caja provincial. Con solo hacer un movimiento bancario, a los jubilados les dan por certificada automáticamente la supervivencia, lo intento pero eso no genera el papel sellado que me piden. Me comunico nuevamente con la secretaría para avisar que no consigo tramitar la supervivencia. “Estoy viva” digo, y nuevamente no entienden el chiste. Quizás porque no es un chiste. Me indican que cualquier médico o escribano puede hacer el certificado. No consigo ninguno que lo haga. Me dicen que la policía lo hace, pero es el último lugar al que voy a ir. Hasta que se agotan la posibilidades y el tiempo, entonces voy a la policía y en 5 minutos tengo el certificado en mano.

Acabo de informarles quién soy, dónde estoy, dónde vivo y que cobro una pensión. La misma institución que montó una cacería humana contra mi familia, la misma policía que nos persiguió disparando a mansalva, la misma institución que golpeó de un cachazo a mi padre en la cabeza hasta matarlo, la misma que arrastró de los pelos a mi madre escalera abajo, la misma fuerza bruta que la pateó y la subió a un auto con destino incierto, la misma policía que me separó de ellos y me llevó a otro destino. La misma policía que nos torturó y nos utilizó como elemento de tortura. La misma policía que había metido a toda mi familia presa en el año '72. La misma policía que junto a otras fuerzas represivas ayudó a desaparecer a mi hermana y a su compañero. Esa misma policía es la que ahora me certifica la supervivencia. A esa misma policía debo rendir cuenta trimestral de mi estado vital. 

Respiro. El corazón me late fuerte. Tengo pulso.

Pueden pedirme todo, menos la supervivencia.